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Full text of "La mujer abandonada : drama en cuatro actos"

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í IQRERO 
ANTÍCÚAHIO 

Prado,  c? 
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LA  MUJER 


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DRAMA  EN  CUATRO  ACTO 


POR 


MONTEVIDEO 

J70— Imprenta  de  La  Tribuna,  calle  25  de  Mayo,  124 
1876 


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LA  MUJER 


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DRAMA  EN  CUATRO  ACTOS 


POR 


MONTEVIDEO 
370— Imprenta  de  La  Tribuna,  calle  25  de  Mayo,  124 

1 876 


ni 


PERSONAJES 

^I^ÍP  Don  Ramón,  padre  de ,   ^j  y    .'  t-  ^ ,  ^  q  . 

^H/Flora,  hermanado      __     —    Jr¿c   jJieM 
/tS?  Carlos  i.  Jr  £>  <^   (~  '*. 

fw  Milord  Williams,  esposo  de    —  £r  ¿1  *  ^ 
.¿Z*?  Clara  f        Sf^-jf^-^         .        r 

pp#  Enrique,  prometido  de  Flora         p™^  túvvr-irw    cíe   Vd 
>— /r  Ana,  ama  de  llaves  de  D.  Ramón        -    \*  ^*-A  • 

/    Joan,  sirviente  de  Clara   

Magdalena,  sirvienta  de  Clara      -  -J  J*" . 
Convidados,  mayordomo,  sirvientes,  etc. 
c^tc^  ■&¥ 'cy-trr**^  — 

La  escena  tiene  lugar  en  una  Capital  de  la  América  del 
Sud,  en  1859.  ( 


609493 


IV 


DEDICATORIA 

A  su  amigo  M.  A,  y  1.;  recuerdo  tle  1863. 

El  Auto». 


LA  MUJER 

.a.  33  .A.:isr  id  oísr^.  xd  j± 


ACTO  PRIMERO 

Sala  de  lujo,  d  la  antigua.  A  la  izquierda  y  derecha 
puertas  que  conducen  á  las  piezas  interiores.  Al  frente 
entrada  y  en  segundo  término  galería.  En  el  centro 
de  la  sala,  mesa  con  recado  de  escribir.  A  los  costados 
del  frente  el  retrato  de  D.  Ramón  y  otro  retrato  de 
mujer. 

ESCENA  1.a 

FLORA  SENTADA,  ANA  DE  PIÉ  A  SU  LADO 

Flora — Tu  has  sido,  Ana, mi  única  compañera  desde  mi 
infancia,  en  este  mundo  desierto  para  mi, sin  pasa- 
do y  sin  presente  y  lo  que  es  peor  sin  porvenir. 
¡Cuan  triste  es  a  mi  edad  ver  marchitar  esa  belia 
flor  de  la  esperanza  que  con  tanto  esmero  se  culti- 
va en  los  juveniles  años l  ¡Ay.  Ana!  sí  yo  tuviera 
una  madre!  Solo  los  que  la  han  perdido  pueden  va- 
lorar lo  que  es  una  madre! 

Ana — Así  es  el¿mundo,'señorita  Flora;  se  conoce  la  falta 
del  bien  cuando  se  pierde!  Pero  ¿y  vuestro  padre? 

Flora— ¡Mi  padre!  El  con  su  mejor  deseo  solo  piensa  en 
amarme  como  se  puede  amar  á  una  hija  nacida  casi 


/ 


2  LA  MUJER 

de  la  casualidad  y  en  amontonar  peso  sobre  peso 
para  labrar  mi  dicha  (con  espresion)  del  modo  úni- 
co que  la  entienden  muchos  padres,  sin  pensar  que 
ellos  también  fueron  hijos. 

Ana — ¿Y  vuestro  hermano? 

Flora — ¡Mi  hermano!  Tú  conoces  á  Carlos;  joven  frívo 
lo  sin  esperiencia  y  hasta  sin  apego  á  su  familia» 
aunque  de  escelente  corazón,  para  él,  no  ofrece 
la  vida  otros  encantos  que  aquellos  que  recoje  cu 
medio  de  una  sociedad  en  la  que  mas  que  por  su 
propio  mérito  es  admitido  por  el  que  le  presta  uu 
nombre  heredado  y  la  fortuna  que  heredará  mas 
tarde. 
^  Ana — De  cualquier  manera,  señorita,  los  consejos  de  uu 

padre  son  siempre  los  mejores;  seguidlos  pues  y 
obedecedle,  y  si  os  perdéis,  que  sea  al  menos  jfy 
canzando  su  bendición.  Nada  hay  mas  terrible  eu 
el  mundo  que  la  maldición  de  un  padrel!  El,  quie- 
re casaros  con  D.  Enrique  porque  cree  que  así 
conviene  á  vuestra  suerte  y  a  su  felicidad!  1 .... 
nada  tenéis  que  oponer.  .  . 

Flora — Nada! cuando  yo  no  amo  á  Enrique; 

cuando  mi  corazón. 

Ana — Si;  cuando  vuestro  corazón  late  por  otro  ¿no 
es  eso? 

Flora — ¿Cómo?  .  .  .¿tú  sabes? — ¿quien  te  ha  dicho.  .  .  ? 

Ana — Señorita,  á  mis  años  raras  veces  hay  necesidad 
de  decir  ciertas  cosas;  generalmente  se  adivi- 
nan, .^hasta  lo  que  no  existe,  porque  se  suponejf.   . 

Flora— Dime  Ana,  ¿tú  sabes  que  yo  estimo  á  Milord  ( 
Williams? 

Ana,  (aparte) — ¡Inocente!  (alio)  Yo  no  sé  si  vos  esti- 
máis ó  amáis  á  Milord  Williams ..  .no  sé  si  Milord 
Williams  os  ama;  lo  que  sé  es  que  él  no  debe  ama- 
ros porque  no  es  libre  aunque  viva  separado,  y  que 
vos  no  podéis  tampoco  amarlo  sin  mengua  de 
vuestro  decoro. 

Flora— ¡Ana!  ¡Ana!  tus  reticencias  me  abruman.  Dime 


ABANDONADA  3 

jhas  podido  descubrir  algo  en   mí ....  en   él ... . 
que  te  haya  revelado . . . .? 
Ana— Señorita,  no  me  hagáis  preguntas  á  las  que  no 
me  es  posible  responder.  ¿Creéis  por  ventura  que 
á  una  doméstica  que  ha  vivido  veinte  y  siete  años 
en  vuestra  casa  se  le  puedan  ni  siquiera  ocultar 
los  pensamientos  de  los  que  dentro  de  ella  moran? 
Flora — Y  dime  ¿crees  tú  que  mi  padre . . . .  ? 
Ana —Vuestro  padre,  lo  habéis  dicho  antes,  no  piensa 
mas  que  en  vuestra  dicha  y  podéis  estar  segura  de 

que  ni  siquiera  supone 

Flora — Tú  me  confortas,  Ana;  si  papá  llegase  á  supo-   /^¿x^^* 
ner  ...  .^.  Oh!  yo  me  moriría  de  dolor,  de  ver- 
güenza. 
Ana — No  basta,  señorita,  que  vuestro  padre  lo  ignore. 
Flora — Nadie  tampoco  tiene  el  mas  mínimo  motivo. 
Yo  ignoro  si  Milord  Williams  me  ama:— jamás 
me  lo  ha  dicho,  nunca  me  lo  ha  demostrado  y  él 
mismo  vive  en  igual  duda  respecto  de  mí. 
Ana — A  vuestra  edad,  también  se  adivina,  señorita;  el 
lenguaje  de  los  ojos,  ventanas  del  alma,  es  mas 
elocuente  que  la  palabra  salida  de  los  labios;  y  ya 
que  habéis  leido"  ó  adivinado,  borrad  de  vuestro 
corazón  esa  imájen. . . . 
Flora — Ay!  Anal  Con  el  corazón  no  se  razona.  He  lucha- 
do con  él,  y  no  he  podido  vencer  esa  inclinación 
á  la  que  no  puedo  llamar  pasión,  porque  mi  con- 
ciencia está  pura  como  el  primer  beso  que  me  dio 
mi  madre,  á  quien  no  conocí.  Milord  Williams  es 
un  caballero. 
Ana — ¿Habéis  tenido  ocasión,  señorita,  de  conocer  que 

Milord  Williams  es  un  caballero? 
Flora — ¿Qué  quieres  decir,  Ana?  ¿Qué  pensamiento....? 

¿Qué  duda  oculta^^olnmbrc   en  tus  preguntas    /v  £** 
investigadoras  que  me  hacen  estremecer? 
Ana'— Señorita,  no  deis  mala  intención  á  mis  palabras 
ni  á  mis  preguntas  tan  sinceras  como  las  del  beato 
padre  franciscano  con  quien  me  confieso  todos  los 


LA  MUJER 

jueves,  y  os  .garanto  que  es  un  padre  de  confesión 
que  jamás  pregunta  sino  lo  que  quiere  sal>er. 


ESCENA  2a 

LAS  MISMAS,  Y  DON  RAMÓN 


/  - 

J).  Ramón—  Veamos,  ¿y  cómo  lo  ha  pasado  la  prin- 
cesita? 

Flora — Bien  papá,  ¿y /tú?  , 

D.  Ramón — ¿Yo?  bien,  hija  mia:  perfectamente,  sitio 
fuera  por  este  maldito  reumatismo  y  la  tos  y  la/ja- 
queca   pero  en  fin  vamos  tirando,  vamos  tiran- 
do. ¿Y  que  tal  te  ha  parecido  el  aderezito  que  te 
mandé?  ¿eh?  Me  parece  que  estarás  contenta? 

Flora— Sí,  papá. 

D.  Ramón  (imitándola.;  Si  papá.  .  .  .lo  dices  con  una 
tibieza!  cuando  yo  quisiera  verte  alegre,  pensan- 
do en  la  hora  de  tu  enlace ! 

(Flora  suspira.) 

Don  Ramón — Y  suspiras!  ¿por  ventura  te  entristece 
pensar  en  que  serás  esposa  de  Enrique?  ¿Lloras? 
¿Y  á  qué  vienen  ahora  esos  «MBÍqueos1?  ¿No  había- 
mos convenido  en  que  hoy  quedaría  resuelto  el 
dia  de  la  boda?  (dirigiéndose  d  Ana)  Y  mire  Yd.  que 
no  quiero  que  falte  nada  para  que  sea  una  fiesta 
completa. 

Flora — Completa  ! 

Don  Ramón — Ea, Señora  Ana;  á  arreglar  y  preparar  todo 
lo  que  he  ordenado.  Quiero  que  la  fiesta  sea  es- 
pléndida, digna  del  motivo.  Bagatela!  nada  menos 
que  el  enlace  déla  Señorita  Princesa.  Gran  baile  á 
toda  orquesta,  gran  banquete.  (Ana  sale  y  al  mar- 
char la  detiene  D.  Ramón.)  Cuide  Yd.  que  haya 
trufas  en  abundancia,  eh? 

Ana  (saliendo) — Está  bien,  Señor.  (Ap.)  ¡Pobrecita! 

Flora — Papá, tú  sabes  cuanto  te  amo;  sabes  que  soy  ca- 
paz de  hacer  todo  por  obedecerte;  el  sacrificio  de 


ABANDONADA  5 

mi  existencia  seria  nada  para  corresponder  á  tu 
cariño,  pero  por  lo  mismo  que  tan  grande  influen- 
cia ejerces  sobre  mi  ánimo,  sobre  mi  corazón  y 
sobre  mi  persona,  supuesto  que  mi  destino  de- 
pende de  tu  noluntad,  no  seas  tú,'papá,  no,  el  que 
me  haga  desgraciada. 

Don  Ramón  —Pero  señor  ¿qué  cambio  es  este  tan  repen- 
tino? ¿Cómo  has  podido  variar  desde  anoche?YAp^  y       y 
Bien  dicen  que  no  hay  peor  consejero  para  las  mu^^^^ 
jcfcaque  la  almohada. 

Plora — Papá,  tú  sabes  que  yo  no  amo  á  Enrique...  ¿pero 
puedes  siquiera  asegurarme  que  él  me  ama?  Yó 
mismo  no  lo  sé,  ni  deseo  saberlo. 

J).  Ramón — Pues  señor,   estamos  frescos:  después  de 
haber  hecho  ya  todos  los  arreglos;  después  de  es? 
tar  todo  listo;  y  el  notario  que  debe  llegar  ahora  /9t¿*  m*> 
^Ó~mas>...  ¡y  lo  que  se  ha  gastado!  Bufflll 

Flora — ¿Qué  importa  todo  eso  cuando  se  trata  de  sa- 
crificar ó  hacer  feliz  á  tu  hija? 

D.  Ramón — Sacrificio! ....  Háganme  Yds.  el  favor  de 
oir  esto.  Yo  preguntaría  qué  muchacha  diría  otro 
tanto  tratándose  de  casarla.  Pero,  hija  mia,  ¿no 
habíamos  quedado  convenidos  en  que  la  boda  se 
efectuaria  el  dia  que  hoy  se  acordase? 

Flora — Si,  es  cierto,  papá;  pero  yo  he  variado  de  opi- 
nión— sobre  todo  necesito  tiempo  para  pensarlo. 

D.  Ramón — Para  pensarlo  !  Esas  cosas  no  hay  que 

pensarlas  mucho.  {Aparté)  Si  así  fuera,  mi  Eleu-     /"' //  / 
teria  [Q.  D.  G/J~habria  muerto  con  palma  y  yo   /  a¿¿*.- 
viviría  quizá/ ahora  mismo  soltero.   {Alto)  Sobre  '   C¿¿¿&  J 
todo  Flora;  tú  sabes  que  este  enlace  tiene  un  orí-  y 

gen  con  el  que  no  es  posible  romper.  La  disposi- 
ción del  padre  de  Enrique  fué  solemne  y  termi- 
nante al  morir:  «  Ven,  Enrique,  le  dijo;  esta  es  mi 
voluntad  y  quiero  que  se  cumpla.  Hé  aqui  al  que 
será  tu  padre,  agregó  señalándome  á  mí:  desde 
la  hora  de  mi  fallecimiento  lo  reconocerás  por  tal; 
y  tú,  me  dijo,  serás  el  fiel  ejecutor.  » 


6  LA   MUJER 

Flora— Sí,  papá;  pero  si  el  buen  padre  de  Enrique 
quiso  disponer  de  la  voluntad  de  su  hijo  ¿podía 
por  ventura  disponer  de  la  mia? 

D.  Ramón — Magnífico  .  .  .  .  !  ¿y  si  reconoces  que 
el  padre  de  Enrique  podia  imponer  su  voluntad  al 
hijo,  como  lo  prueba  su  hijo  obediente,  por  qué 
no  haces  tú  la  mía? 

Flora — Papá  ¿Enrique  te  ha  pedido  mi  mano? 
\i?.  Ramón— El  no  me  la  ha  pedido;] yo  se  la  he  ofre- 
cido y  él  no  parece  rehusarla. 

Flora — No  es  eso  lo  que  me  ha  dicho  Carlos. 

Don  Ramón — Eh!  tu  hermano  es  un  atrabiliario,  un 
métome  en  todo,  un  obstáculo  á  todo  lo  bueno — 
y  ya  me  tiene  hasta  aquí. — Mejor  haria  en  obser- 
var una  conducta  mas  regular  y  no  entregarse  á 
esa  vida  de  disipaciones  que  lleva.  Ya  no  se  puede 
aguantar  á  este  muchacho  con  sus  enormes  gastos 
y  sin  ninguna  ocupación  si  no  es  la  de  trastornarlo 
todo,  pasando  ?u  tiempo  en  jaranas,  amoríos  y 
francachelas.  Este  muchacho  es  una  locomotora 
sin  rieles. 

Flora — Pero  no  neguéis  que  tiene  excelente  corazón. 

Don  Ramón — Si,  eso  sí;  tiene  buen  corazón  y  ya  es  algo; 
qué  si  no Mira, — hija,  vé  aden- 
tro que  ya  conversaremos.  Déjame  echarle  un 
buen  sermón  á  tu  hermano.  {Ap.)  Ahí  viene  <éT 
se  le  conoce  por  ^s~tacq^y  por  el  canuto.     .  ^ 


ESCENA  3.a 

DON    RAMÓN,    CARLOS 

(Se  siente  cantar  á  Carlos  quien  entra  en  escena  con  desparpajo) 

Carlos — Bon  jcury  papá. 

Don  Ramón  — Yá!  como  el  idioma  español  es  tan  esca- 
so de  frases,  tenemos  que  hacer  uso  de  las  del  ex- 
tranjero. Mira,  me  haces  acordar  á  aquel  D.  Aga- 


ABANDONADA  7 

pito,  á  quien  su  padre  mandó  á  París  á  aprender 
el  francés  y  cuando  volvió  no  podía  hacerse  com- 
prender ni  en  francés  ni  en  español. 

Carlos — Pues  es  la  moda. 

Don  Ramón  —  Y  diga  V.  caballerito:  ¿es  de  moda 
también  el  que  un  hijo  de  familia  pase  tres  noches 
seguidas  sin  dormir  en  su  casa? 

Carlos— Papá;  yo  no  sé  si  será  de  moda,  pero  lo  que 
te  aseguro  es  que  hoy  la  generalidad  de  los  hijos 
de  familia  hacen  otro  tanto. 

D.  Ramón — Vd.,  señor  mió,  lo  que  es,  es  un  gran 
calavera. 

Carlos—  La  urbanidad,  y  este  es  un  precepto  de  alta 
moral,  impone  el  deber  de  no  desmentir  á  los  ma- 
yores^ seguir  el  ejemplo  que  ellos  nos  han  dado. 

D.  Ramón — Precepto  moral  es  también  ser  buen  hi- 
jo; y  Vd.  no  lo  es;— precepto  morales  ser  medido 
en  sus  hábitos,  y  Vd.  nada  de  medido  tiene. 

Carlos — ¿Y  que  queja  tienes  de  mí? 

Don  Ramón— Muchas! 

Carlos — ¿Muchas? 

Don  Ramón — Sí,  señor — no  hay  uno  que  no  me  hable 
de  lo  que  por  ahí  pasa  con  Y»  en  escándalos  amo- 
rosos y 

Carlos*- Papá;  puede  que  con  razón  me  reprendas  á 
veces,  pero  no  todo  lo  que  te  dicen  es  verdad  ni 
dicho  con  santa  intención.  De  lo  que  te  cuentan, 
una  centésima  parte  es  verdad;  lo  demás  es.  .  .  . 

Don  Ramón — ¿Falso?  ¿eh? 

Carlos— Hay  multitud  de  viejos, contemporáneos  tuyos, 
que  no  tienen  mas  ocupación  sino  fisgonear  lo  que 
hacemos  los  jóvenes  y  repetirlo  en  el  café  donde 
se]reunen,  censurando  aquello  mismo  que  ellos  co- 
metieron en  su  juventud — y  algo  peor  acaso — /u 
única  misión  no  es  la  de  indisponer  á  los  padres 
con  los  hijos,  pues  cuando  nada  tienen  que  decir 
de  nosotros  se  sacan  ellos  mismos  entreoí  la  tira 
de  pellejo. 


9  LA  MUJER 

Don  Ramón — Dime,  ¿te  han  dicha  algo  de  mí? 

Carlos — Nada,  papá;  nada,  pero  si  alguno  se  hubie- 
ra atrevido  á  hablarme  de  tí,  á  revelarme  secretos 
que  un  hijo  no  tiene  jamás  el  derecho  de  saber 
pero  siempre  el  deber  de  callar  si  llega/á  sus  oídos, 
bien  hubiera  pagado  por  los  dos  su  indiscreción./ 

Don  Ramón — (Ap.)  Este  muchacho  tiene  tanto  cora- 
zón como  yo. 

Carlos — Yo  digo  como  mi  tocayo  Carlos  V:  «  Guando 
veo  un  viejo  severo,  intolerante  por  demás  con  los 
pocos  años,  me  digo  para  mi  conciencia  que  ha  de 
haber  sido  también  indulgente  por  demás  consigo 
propio.» 

D.  Ramón — (Aparte)  Me  ha  tapado.  (Alto)  Bueno,  todo 
está  muy  bueno.  (Aparte)  Peor  es  meneallo.  (Alto) 
¿Pero  á  que  vienes  á  poner  obstáculos  á  mis  planes 
en  el  asunto  de  la  boda  de  tu  hermana, después  de 
haber  puesto  yo  en  juego  toda  mi  habilidad  diplo- 
mática? 

Carlos— Yo  tengo  corazón  y  no  quiero  ver  á  mi  herma- 
na sacrificada. 

D.  Ramón— Dale  Juana  con  el  canastillo.  (Aparte) 
Vaya  un  martirio  ese  para  el  cual  habría  dispues- 
tas millares  de  víctimasl 

Carlos — Papá,  Flora  no  ama  á  Enrique. 

D.  Ramón — Pero  Enrique  ama  á  Flora  y  ella  al  fin 
pagará  ese  amor. 

Carlos — Papá,  tu  crees  que  el  amor  es  como  las  letras 
de  comercio  ó  los  vales  de  plaza,  que  si  no  se  pa- 
gan, se  protestan  y  después  se  ejecutan.  Ese  en- 
lace es  imposible. 

D.  Ramón — Qué  imposible  ni  que  ocho  cuartos.... 
Semejante  palabra  no  debe  existir  en  nuestro  dic- 
cionario. Carlos:  tú  eres  exajerado  para  todo — yo 
he  hablado  con  Flora  en  este  momento  y  no  la  veo 
del  todo  obstinada.  Mira,  hijo  mió;  yo  sé  que  tb 
me  quieres,  que  idolatras  á  tu  hermana. . . . 

Carlos  —Eso  sí,  papá,  (lo  abraza)  (Aparte)  Si  yo  pudic- 


ABANDONADA  9 

ra  sacarle  500  pesos  que  me  hacen  muchísima 
falta 

D.  Ramón — Carlos,  Carlítos,  ¿me  ayudarás? 

Carlos— Imposible!  A  TtdQ^juy 

D.  Ramón — Te  he  dicho  que  no  hay  imposible  des- 
pués de  lo  que  vemos.  ¿Me  ayudarás? 

Carlos — Lo  pensaré. 

Don  Ramón — No  hay  que  pensarlo. 

Carlos— Tú.  sabes  papá,  que  no  se  puede  abrir  campaña 
sin  recursos.  ¿Me  das  500  pesos? 

Don  Ramón  (ap) — Arre!  es  el  teróer  empujón  que  me 
da  en  el  mes  que  corre  y  estamos  á  2^  /%.  Pero.  • 
(alto)  Pero  ¿me  vas  á  ayudar? 

Carlos — En  fin.  . 

Don  Ramón — Convenido.  Toma  (Le  id  el  dinero.) 

Carlos— Dado  que  haya  un  padre  que  tenga  términos 
mas  convincentes  que  tú,  papá. 

Dan  Ramón — Carlos,  hijo  mió:  no  desoigas  mis  con- 
sejos. 

Carlos—  Descuida. 

Don  Ramón— Buenaahora,  á  ver~á  tu  hermana  que  está 
aquí  en  este  aposento.  Entra  y  habíala.  Yo  voy  á 
escribir  á  Milord  "Williams  sobre  otro  asuntito. 

Carlos — (Ap.)  Milord  Williams!  el  marido  de  la  amada 
de  Enrique  el  prometido  de  mi  hermana. 
(Don  Ramón  se   sienta   d  escribir,  mientras  Carlos 
cuenta  el  dinero  en  el  lado  opuesto.) 

-Merlos — Quinientos!  bueno 50  á  Federico,  que 

me  ganó  anoche  al  mus  en  el  Club.  ....  80  al 
sastre,  á  cuenta,  suman  130;  120  al  peluquero, 
250;  60  á  Hipólito,  que  me  prestó:  son  310;  190 
me  quedan  para  estraordinarios.  Pero  que  dia- 
blos! ....  Mejor  será  echarlo  todo  á  estraor- 
dinarios que  si  consigo  que  esto  se  arregle,  pero 
á  gusto  de  Flora,  ....  entonces  por  la  parte 
mas  baja  me  dá  el  viejo . . .  .mil  pesos.  Diremos 
ahora  como  dicen  nuestros  generales:  «  á  abrir 
nuevas  operaciones!»  Yamos  á  ver  á  Flora. 


2$  LA  MUJER 

ESCENA  41 

D.  RAMÓN,  UN  CRIADO,  DESPUÉS  MILORD  WILLIAMS 

(D.  Ramón  cierra  la  carta  y  toca  la  campanilla',  aparece 

%n  criado), 

J>.  Ramón — Esta  carta  á  Milord  Williams. 

Criado  -  Milord  aguarda  en  la  antesala. 

D.  Ramón — Hombre  que  entre  inmediatamente  (Apar- 
te) Hablando  del  rey  de  Roma . . . .  (Entra  Milord 
Williams) 

D.  Ramón  —Milord. 

Milord — Sr.  D.  Ramón   ... 

D.  Ramón — Escribía  á  Vd.  y  le  enviaba  esta  carlita, 
entérese  Vd. 

Milord — (Se  sienta  tomando  la  carta)  Gracias.  Mandará 
Vd.  aquí  dentro  la  cuenta  de  giros  hechos  por 
Mrs.  Williams  en  el  corriente  mes  y  según  mi  or- 
den. 

JD.  Ramón— En  efecto^  aunque  no  es  cosa  que  apure. 

Milord — No  obstante,  «irvenció  ayer  el  mes  y  por  eso 
venia  pareciéndome  escesivo  el  tiempo  que  ha 
corrido  después  del  vencimiento. 

D.  Ramón — (Aparte)  Estos  ingleses  son  puntuales  como 
un  reloj  de  sol.  (Alto)  Calle  Vd.  Milord;  ¿a  que  esa 
molestia?  (Pausa)  Y. . .  .podremos  esperar  una  re-     i 
conciliación  feliz  con  Mrs.   Williams/  /unque  pa-   / 
-rezca  á  Vd.  indiscreta  la  pregunta?      '  / 

Mihrd — Sr.  D.  Ramón,  ninguna  pregunta  puede  pare- 
cerme  indiscreta  en  Vd.  el  amigo  á  quien  he  con- 
fiado el  íntimo  y  mas  sagrado  secreto,  causa  de 
mi  separación  con  Mrs.  Williams,  si  bien  reservé 
á  Vd.  nombres  propios  que  á  nada  conducia  sa- 
Jberlos  tampoco.  Sin  embargo,  nuestra  amistadle 
autoriza  á  todo,  y  una  reconciliación,  sino  impo- 
sible, me  parece  inoportuna  aun.  Hay  ciertas  co- 
sas, Sr.  D.  Ramón,  que  como  las  frutas  es  preci- 
so dejarlas  madurar,  y  aun  maduras  y  todo  son 


ABANDONABA  II 

nocivas  á  veces.  La  causa  de  nuestra  separacioa 

tcon  Clara  no  es  de  aquellas  que  tienen  su  razón, 
de  ser  en  una  sospecha ...  yo  no  soy  ningún  Ótelo, 
pero  aun  no  siéndolo,  respecto  de  esas  materias 
de  honra,  yo  pieuso  como  César.  Dejemos,  pues, 
al  tiempo  y  al  destino,  lo  que  es  de  ellos,  confor- 
mándonos con  lo  que  sucede,  que  es  generalmen- 
te lo  mejor.  Entretanto,  Sr.  D.  Ramón  que  Mrs. 
Williams  de  nada  carezca,  que  nada  eche  de 
menos.  Es  preciso  que  la  mujer  (con  inteneion)  de 
Milord  Williams  conserve  siempre  su  posición, 
mientras  el  reloj  de  mi  sobremesa  esté  parado  ea 
la  hora  fatal  de  las  10. 

J).  Ramón — ¿Cómo  quiere  Vd.  que  su  esposa. . . .? 

Milord — (Interrumpiendo.)  Mi  mujer. 

Z>.  Ramón — Bien  ¿cómo    quiere    Vd.   que  Mrs.  Wi-  y     jé. 
lliams  no  eche  de  menos  á  su  lado  ^a»ffiusencia,  C***  ri** 
J"esde  queje  talla  esa  dulce  compaña,  la  del  es-    £t+r*Y? 
oso/esáTuz  benéfica  que  ilumina  el  hogar  domes-     i*-*"*  *-* 
tico  aun  en  medio  de  las  mas  crueles  borrascas! 

Milord — (Levantándose)  Sr.  D.  Ramón;  tiene  Vd.  un  es- 
celente  corazón.  Vd.  es  de  esos  nombres  que  sisa* 
tuvieran  en  sus  manos  todos  los  resortes  del  Uni- 
verso, acomodarían  las  cosas  de  tal  manera 
que  la  humanidad  viviría  satisfechísima.  Y  sin, 
embargo,  Vd.,  mi  amigo,  no  es  Dios;  y  ya  ve  con 
Dios  mismo  como  anda  el  mundo.  Veamos  ahora  á 
cuanto  ascienden  los  giros  de  Mrs.  Williams 
(abre  la  carta)  650  $....,  .poca  cosa.  Mrs.  Wi- 
lliams ha  bajado  mucho  su  presupuesto,  (exami- 
na) Permítame,  Sr.  D.  Ramón:  se  ha  padecido 
una  equivocación. 

J).  Ramón—  ¿Sí?  puede  ser.  ¿De  consideración? 

Milord— Bastante.—  Un  peso. 

D.  Ramón — Es  una  bagatela. 

Milord — Es  que  se  ha  equivocado  Vd.  en  su  favor. 

J>.  Ramón — Perdón,  entonces;  déme  Vd.  para  enmen^ 
dar  (enmienda)  eh!  ya  está. 


12  LA  MUJER 

Milord — Debe  Vd.  comprender  que  si  el  error  fuera  vi- 
ceversa lo  mismo  hubiera  advertido. 

J).  Ramón— Lo  creo  {aparte).  Un  dia  me  hizo  hacer  un 
nuevo  balance  de  tres  meses  por  diferencia  de 
4  centesimos. 

Milord — Hablemos  de  su  familia  ahora. 

J).  Ramón — A  propósito.  ¿Sabe  Vd.  que  pienso  casar  á 
Flora? 

Milord — Excelente  idea!  esa  es  la  única  y  la  mejor  car- 
rera de  la  mujer,  si  es  feliz;  si  la  elección  es 
buena. ... 

D.  Ramón — Supongo  que  la  aprobará  Vd.  Pienso  ca- 
sarla con  D.  Enrique  de  Wilson;  casamiento  bri- 
llante. 

Milord  —  {Movimiento  lijero  de  sorpresa.)   Participo  de 
su  dicha,  Sr.  D.  Ramón. 
r4  *  '    P.  Ramón —Cuanto  me  alegro  que  le  agrade;  le  ase- 
guro que  su  opinión  me  hace  ganar  la  mitad  de  la 
jornada.  Cuento  con  su  apoyo .... 

Milord— \Con  mi  apoyo! 

J).  Ramón-—' Le  diré  á  V.  Flora  no  está  del  todo  decidi- 
da; tiene  sus  escrúpulos,   pasajeros  sí,  de  mujer. 

Milord — ¿Y  V.  quiere  que  yo  le  ayude?  (Ap.)  Rara  pre- 
tensión! 

D.  Ramón—  Oh!  su  concurso  de  V.  Milord  seria  eficaz. 

Milord — {Ap)  ¡Que  ideas  me  vienen'! ■■■{Alto)  Bien,  po- 
déis contar  con  mi  cooperación.  No  puedo  ofrece- 
ros nada  que  no  tenga  la  seguridad  de  poder  cum- 
plir ....  Hablaré  a  vüés&a  hija ....  la  aconsejaré. 
Pero,  dígame  V.  Sr.  D.  Ramón,  el  Sr.  Enrique 
Wilson  ama  á  Flora? 

D.  Ramón — Uffü!  con  delirio,  supóngase  V.  que  esa 
fué  la  voluntad  de  su  padre .... 

Mtlord — Ahü!  entonces. ..  .basta. 

D.  Ramón— Y  en  presencia  mia. 

Milord — Manos  á  la  obra,  pues. 

J>.  Ramón — Que  favor  tan  grande  me  va  V.  á  hacer, 
Milord.  Se  lo  agradeceré  toda  la  vida,  pero  hable 


ABANDONADA  13 

V.  con  Flora,  conveníala  V.  (sale  llamando)  Flora, 
Flora!      _.     _-    ...     „  ¿? ,ód    ¿7  . 
Milord  Williams  solo — 

Este  D.  Ramón  es  lo  que  puede  llamarse  en  toda 
la  estension  de  la  palabra,  un  buen  hombre;  pero 
no  pasa  de  ser  bueno.    Enrique  casarse  con  Flo- 
ra.... !  Yo  amo  á  Flora:  jamas  se  lo  he  dicho  en 

mi  vida . . .  jamás   se  lo  he  demostrado. ...... 

No!  (pausa).   Pero  Clara  amaba  á  Enrique ..... 

Oh!  lo  sé  fatalmente  . .  .Enrique  también  la  amó. . . 
luego  la  ha  olvidado.  Y  la  miserable  morirá  de 
despecho...  Ah!  venganza,  venganza,  en  valde 
te  he  buscado  desde  hace  tiempo!  sacrifi- 
qúese mi  amor  por  Flora  ahogado  aquí  en  el  pe- 
cho y  sucumba  la  infiel!  Ah!  Mrs.  Williams,  Mrs. 
Williams!  si  el  despecho  y  el  abandono  producen 
en  vuestro  corazón  el  mas  agudo  de  los  dolores, 
poco  faltará  para  que  el  reloj  de  mi  sobre-mesa 
marque  otra  hora  que  aquella  fatal  de  las  diez. 

ESCENA  5* 

FLORA,    MILORP 

Milord — Señorita,  su  padre  de  Vd.  me  ha  dado  la  feliz 
nueva  de  su  próximo  enlace  y  yo  la  felicito,  to- 
mando también  la  parte  de  satisfacción  que  me 
corresponde  en  tanta  dicha. 

Flora — Milord,  agradezco  tan  nobles  sentimientos  y 
los  comprendo. 

Milord — No  es  estraño  que  los  comprenda  Vd.,  he  sido 
tan  feliz  en  mis  relaciones  con  estar  familia,  que 
creo  haber  sido  siempre  comprendido. 

Flora— (Ap.)  Cada  uua  de  sus  palabras  es  un  dardo  que 
me  parte  el  corazón.  (Alto)  Quisiera,  Milord,  hacer 
á  Vd.  partícipe  de  mi  dicha,  pero  la  mia  es  tan  po- 
ca que  apenas  me  quedaría  parte  que  ofrecerle. 

Milord  —  Cualquiera  que  ella  sea  la  acepto  y  si  no  al- 


14  LA   MUJER 

canzase  me  bastaría  con  que  al  menos  conserve  Vd. 
un  recuerdo  mió. 

Flora—  ¡Un  recuerdo! 

Milord— Sí,  y  que  él  la  acompañe  toda  la  vida.  Yo 
también  quiero  ofrecerle  un  regalo  en  vísperas  de 
su  boda,  porque  Vd.,  señorita  Flora,  cumplirá  la 
voluntad  de  su  padre,  ¿uo  es  verdad? 

Flora — (Turbada)  ¿Cuál  es  esa  voluntad,  Milord? 

Milord— Su  padre  acaba  de  manifestarme  su  resolución 
de  casarla. 

Flora—  ¿Y  Vd.  que  le  ha  dicho? 

Milord — Que  habia  de  decirle. . . . !  Mas¿  me  he  com- 
prometido á  aconsejarla  y  á  obtener  de  sus  labios 
el  sí  que  Vd.  le  ha  negado. 

Flora — (Ap.)  Dios  mió!  era  necesario  que  el  sacrificio 
fuera  mayor  aun. 

Milord — Espero  que  no  me  dejará  Vd.  mal  para  con  su 
papá.  ¿Acepta  Vd? 

Flora — Sí! 

Milord — ¿Sin  condiciones? 

Flora — Gomo  Vd.  lo  ordene,  Milord.  -Xos&Xuy 

Milord — (Ap,)  Es  un  ángel!  (Alto)  Bien,  este  MfiÍ$$,  Flo- 
ra, fué  puesto  en  mi  mano  en  el  momento  mismo 
de  separarme  del  lado  de  mi  madre:  hace  21  años; 
yo  tenia  entonces  19.  «  No  te  separes  de  él  me 
dijo;  sino  cuando  al  pisar  de  nuevo  las  playas  bri- 
tánicas, me  lo  devuelvas.  »  Eso  es  ya  imposible, 
Flora:  yo  no  puedo  cumplir  la  promesa  hecha  á 
mi  madre  ya  muerta.  Golóquelo  Vd.  en  su  ifced© 
que,  algún  dia  quizás,  son  tales  los  cambios  de  la 
Yida  y  de  las  cosas,  que  pueda  reconocerla  por 
esa  prenda  de  sacrosanto  recuerdo  para  mí  y  acaso 
de  arcano  porvenir  para  los  dos.  {fi&f&cdkMa) 

Flora — Milord,  yo  os 

Milord— No  prosiga  Vd.;  adivino  la  palabra  que  vá  á 
brotar  de  sus  labios;  palabra  que  haria  estre- 
mecer mi  conciencia  y  hasta  arrebatar  mi  vida  al 
umbral  de  la  muerte. 


ABANDONADA  15 

Flora—  Milord,  Milord! 

*  Milord — Separe  Vd. . .  .No,  por  piedad!  no  prosiga:  esa 
palabra  matada  el  candor  de  esos  virginales  la- 
bios y  marchitarla  mi  esperanza.  Guárdela  Vd.  en 
lo  mas  profundo  del  alma.  Mire  Yd.,  aquella  es  la 
imájen  de  su  madre,  Flora. 

Flora—  Ay!  (Cae  desfallecida.) 

I  Milord — (Ap.)  Un  gentleman  puede  faltar  á  todas  las 
\Lq  inconsideraciones  sociales,  pero  jamás  á  los  deberes 
T~  váe  la  lealtad  y  del  honor. 

i  (D.  Ramón  se  presenta  por  la  puerta  del  centro;  Flora  que- 
da sentada  ij  Milord  Williams  aproximándose  d  Flora 
le  dice  alto.)  Señorita  Flora,  mañana  se  llamará 
Vd.  Flora  Wilson? 

Flora— Sí,  Milord. 

Milord— Sr.  D.  Ramón:  ahí  tiene  Vd.  á  su  hija  con- 
vertida. 

D.  Ramón — (Ap.)  Aunque  me  descomulgue  el  Obispo, 
he  de  decir  que  este  inglés  es  un  ángel. 

Milord — Y  ordene  Vd.;  mañana  parto.  Adiós. 

Flora — Adiós,  Milord.    / 

J).  Ramón — ¿Pero,  desde  cuando  ha  hecho  Vd.  esa  re- 
solución? 

Milord — Desde  hace  cinco  minutos.  Adiós,  D.  Ramón. 
(mirando  á  Flora)  (Ap.)  Adiós  esperanza  desva- 
necida! 

D.  Ramón— (Mirando  hacia  la  puerta.)  No  lo  entiendo. 

(Al  salir  Milord  Williams  entra  Enrique  y  en  marcha  am- 
bos se  saludan  secamente  con  un  lijero  movimiento  de 
cabeza.) 

J).  Ramón — (Mientras  Enrique  saluda  d  Flora)  (Ap.)  No 
me  esplico  porque  esta  frialdad  entre  Milord  Wi- 
lliams y  mi  yerno .... 


16  LA.     MUJER 

ESCENA  6a 

D.  RAMÓN  Y  ENRIQUE 

Enrique— Mi  querido  Sr.  D.  Ramón. . . . 

D.  Ramón— No;  llámame  desde  hoy,  padre.  ¿No  es  ver- 
dad, Flora? 

Ftora  —  Sí,  papa. 

Enrique— Bien,  papá  también,  como  Flora. 

D.  Ramón — Ajajá   .  .Y  dime  ¿ya  estas  preparado? 

Enrique-— iCómo  preparado?  Quién  es  el  hombre  que  de 
antemano  no  está  preparado  para  estos  lances? 

D.  Ramón — No  me  entiendes:  te  hablo  en  sentido  fi- 
gurado, vamos:  espiritualmente;  es  decir  te  has 
confesado?  ¿has . . .  ? 

Enrique— No  tal,  pero  he  adquirido  una  papeleta  de 
confesión  mediante  un  pequeño  servicio  [hace  con 
los  dedos)  que  hice  á  un  cura,  amigo  mió,  y 

X>.  Ramón  (santiguándose)  Oh  tiempo  de  progreso 

industrial!  Bueno,  palomitos,  á  arrullarse  un  po- 
quito antes  de  preparar  el  nido — Os  dejo  solos: 
Adiós  mi  alma;  adiós  mi  corazón.     ¿vC**  &¡ 

Enrique—  Este  hombre  es  un  santo.  ^ 

ESCENA  7a 

ENRIQUE  Y  FLORA 

Enrique— Tu  padre  te  habrá  dicho  todo? 

Flora — Sí,  Enrique. 

Enrique — Que  yo  he  aceptado  tu  mano. 

Flora — Verdad,  Enrique — un  sacrificio  para  tí  ¿no  es 
verdad?  YloltL. 

Enrique  —  ¿Y  para  tí,  \^&i&2 Enmudeces! 

Flora— No,  Enrique  cumple  á  mi  deber  ser  clara  y  sin- 
cera contigo,  como  no  lo  he  sido  hasta  aquí.  Tú 
amas  á  otra  mujer. 

Enrique — No  lo  sé  ya.  Hace  cuatro  dias  acaso  te  hubie- 


ABANDONADA  17 

ni  contestado  terminantemente.  Pero,  dime,  por 
ventura,  ¿amas  á  otro  hombre? 

Flora — Enrique,  las  puertas  de  mi  corazón  le  están 
herméticamente  cerrada;  á  esa  pasión.  Desde  ei 
momento  en  que  te  prometí  mi  mano,  mi  deber 
será ....  amarte. 

Enrique — Me  contentaré,  Flora,  con  que  me  respetes, 
y  es  lo  que  infiero  ibas  á  decir.  En  cuanto  á  mí, 
te  juro  que  he  de  respetarte  también.  Tu  pa- 
dre, haciéndose  ejecutor  de  la  voluntad  del 
mió,  quiere  este  enlace  (es  casi  un  matrimonio  de 
Estado);  mi  madre,  que  tantos  sacrificios  ha  hecho 
por  mí,  me  lo  exije,  me  lo  impone—  Bien,  Flora, 
casémonos  aunque  no  estemos  enamorados — acaso 
se  produzca  entre  nosotros  ese  fenómeno  algo 
frecuente  en  la  vida:  empezaremos  respetándonos; 
quizás  concluyamos  amándonos.  Otros  empiezan 
por  amarse  entrañablemente  y  acaban. . .  .Ay!  si 
se  respetasen  al  menos! 

Flora — Tu  franqueza  empieza  á  interesarme,  Enrique. 

Enrique — Es  ya  algo  ;  somos  jóvenes,  Flora,  y  hay 
mucho  tiempo  que  cruzar.  Ve  ahora  al  lado  de 
tupadre  y  no  le  hagas  resistencia  alguna.  Adiós, 
Flora.  p. 

Flora — Enrique,  adiós.     P^~*^ 

ESCENA  8a 

ENRIQUE  SOLO,  SENTADO  Y  PENSATIVO       <  * 

Heme  aquí  en  una  situación  violenta,  comprometeda**. 
A  pesar  de  todo,  es  necesario  que  triunfe  la  ra- 
zón sobre  los  sentimientos.  ¿Cuáles  son  mis  debe- 
res? Los  que  contraje  para  con  mi  padre  en  mo- 
mentos de  su  agonía  ;  ahora  para  con  mi  madre, 
con  un  pié  en  el  sepulcro ;  para  con  mis  protecto- 
res, para  la  sociedad  misma.  ¿Qué  haría  yo,  qué  val- 
dría en  medio  de  esa  sociedad  tan  exijente,  oca- 


I 


18  LA    MUJER 

pando  siempre  el  *¿£falso  que  tengo  hoy  mante- 
niendo estas  ilícitas  relaciones  con  Mrs.  Williams, 
con  esa  Clara,  ser  á  quien  adoré,  á  quien  amé  mas 

tarde,  á  quien considero  y  estimo  hoy?    Me 

encuentro,  pues,  en  una  de  esas  crisis  en  que 
S  imposible-^  dar  una  idea  de  ellas  si  no  se  espe- 
rimentan,  pero  de  la  cual  pueden  plantearse  los 
términos  de  una  manera  esencialmente  matemá- 
tima  [pausa]  Flora  no  me  ama ;  yo  tampoco  la  amo; 
pero  su  unión  me  da  fortuna,  posición,  prestigio  en 
la'sociedad;  y  yo  tengo  aspiraciones  y  sin  fortuna 
en  esta  época  material  del  ciento  por  ciento  no  se 
consigue  lo  que  antes  por  el  valor  ó  el  mérito.  Sí, 
tengo  ambiciones  y  el  estado  de  casado  contribu- 
ye algo  á  formar  el  hombre  de  Estado.  Yo  puedo 
llegar  á  ser  ministro,  presidente  ¿uo  lo  han  sido 
tantos  otros?  y  el  hombre  que  no  tiene  hogar,  fa- 
milia ;  que  no  ha  aprendido  á  gobernar  su  casa, 
mal  puede  meterse  á  gobernar  la  de  todos  (pau- 
sa). Las  exijencias  de  mi  madre,  por  otra  parte, 
son  terribles,  terminantes.  Por  último, ^en  que 
puede  pender  mi  felicidad  si  continúo  mantenien- 
do estas  relaciones  con  Clara? — De  un  capricho, 
]  vaya  un  apoyo  fuerte  en  manos  de  una  mujer!  ¿Y 
si  ella  me  deja  mañana?  ¿Si  se  une  de  nuevo  con 
Milord  Williams  y  me  abandona?. . .  .En!  tarde  ó 
temprano  ¿por  qué  no  ha  de  serme  infiel?  ¿No  lo 
fué  ya  antes  con  su  marido?.  ...Estoy  decidido. 
Me  caso. 

ESCENA  9a 


ENRIQUE,   CARLOS 


Carlos — Mi  querido  Enrique. 

Enrique— Hermano. 

Carlos— Ola!  ¿te  has  decidido,  eh? 

Enrique— Tu  padre  y  tu  hermana  te  lo  dirán  todo. 

Carlos— ¿Y  la  otra? 


ABANDONADA  19 

Enrique — ¿Cuál  otra? 

Carlos — Vaya,  hombre.  La. ,  .  .pues. 

Enrique — ¿La  pues?  no  conozco  ninguna  mujer  de  ese 
nombre. 

Carlos — (Le  dice  algo  en  secreto). 

Enrique — Heee! . . . . ! 

Carlos — Bueno,  hombre,  bueno— queda  vacante.  Aho- 
ra entraré  yo.  $a/}?~qa.oJ> 

Enrique— Cuidado,  Carlos,  como  te  pEoítuneias  respec- 
to de  esa  mujer,  delante  de  mí! 

Carlos — Hombre,  no  te  enfades — creí  que  me  la  deja- 
.ses  en  el  testamento. 

Enrique — ¿Te  burlas,  Carlos?  Mira  que  no  te  admito 
bromas  tan  pesadas. 

Carlos— Pero,  ven  acá,  alcornoque  :  ¿no  te  vas  á  casar? 

Enrique — Sí. 

Carlos—  iY  el  hombre  que  se  casa  no  hace  algo  mas 
que  morirse,  que  suicidarse? 

Enrique — Eres  un  loco. 

Carlos — Locos  son  los  que  se  casan. 

Enrique— Y  tú  al  fin  te  has  de  casar. 

Carlos — Yá!  si  lo  quisiera  ya  lo  estaría.  Figúrate  que  mi 
padre  se  ha  empeñado  en  casar  á  todo  el  inundo, 
después  de  haberse  casado  él,  como  tú  sabes, 
cuatro  veces. 

Enrique — Sí  ;  lo  sé  y  lo  felicito.  „  * 

Carlos — Pero  yo  . . .  nada,  nada  y  nada.  Tiom  siempre^T^^ rr^-t 

Enrique — Pues  mira,  ya  es  tiempo  que  te  dobles  por 
que  vas  á  entrar  en  los  34  y  eres  algo  maduro 
para  no  sentar  la  cabeza. 

Carlos — No,  34. . .  .no;  tengo. . .  .tengo. . . .  .33  y  me- 
dio. Pero,  volviendo  á  lo  de  antes,  ¿es  cosa  re- 
suelta el  enlace,  eh? 

Enrique— No  hay  que  hablar  :  resignado.  Altos  debe- 
res sociales  lo  exijen. 

Carlos — Bien,  puesto  que  lo  haces,  hay  que  hacer  en- 
tender al  viejo  que  te  has  decidido  por  mí. 

Enrique — Por  tí,  no  ;  por  tu  hermana. 


£ 


20  LA.   MUJER 

Carlos — No,  hombre  ;  por  mi  influencia,  quise  decir. 

Enrique — Bien,  va  ;  así  lo  haré.  (Vdse.) 

Carlos — Pues  señor,  esto  marcha.  Enrique  se  casa  con 
mi  hermana,  y  la  otra . . .  .queda  vacante . . .  ¡Qué 
alegria!  El  viejo  se  traga  que  he  sido  yo  el  ver- 
dadero factor  de  este  enlace,  me  larga  lo  menos 
2,000  duros  que  van  á  sonar  mas  que  las  campa- 
nas de  la  Catedral  en  dia  de  gloria.  Vamos,  pues, 
á  abrir  una  nueva  campaña  y  pueda  yo  decir  al  fin 
como  César  :   Vini,  vidi,  vici. 

ESCENA  10a 

CARLOS,   DON  RAMÓN 

D.  Ramón — Ola,  ola,  que  contento  estás. 

Carlos—  Papá,  triunfamos. 

D.  llamón — Sí? 

Carlos —  En  toda  la  línea 

D.  Ramón— ¿Hablaste  con  tu  hermana? 

Carlos  -  Sí,  señor.  (Ap. )  Mentiral 

D.  Ramón — ¿Y  con  él? 

Carlos — También.  (Ap.)  Otra  mentira! 

J).  Ramón  -¿No  habrá  alguna  vacilación  á  [última  hora 
como  sucedió  ayer? 

Carlos — Nada  ;  Enrique  ha  ido  á  aprontar  todas  sus 
cosas  (tomando  un  aire  grave).  Pero  te  aseguro 
que  me  ha  costado  obtener  la  victoria. 

D.  Ramón — ¿Sí? 

Car  los— jyspnpipotfenipezé  por  desarrollar  toda  esa 
diplomacia  que  he  aprendido  de  tí. 

D.  Ramón — (Se  restrega  las  manos). 

Carlos — Resistió.  Le  puse  un  ultimátum,  y  nada — le 
intimé  y  rompí  las  hostilidades.  Al  fin  cedió,  es- 
poniéndome antes  los  motivos  que  tuvo  para  hacer 
resisteucia  al  enlace. 

J).  Ramón— Nimiedades. 

Carlos — Por  último,  dijo  :  «  He  dado  mi  palabra  á  tu 


ABANDONADA  21 

padre  y  la  cumpliré.    Me  arrepiento  de  haberle 
faltado  ya  una  vez.» 

J),  Ramón — Dame  un  abrazo. 

Cdrlos— Dos  papá. 

D.  Ramón— Hemos  triunfado! 

Cdrlos— Si,  gracias  á  mí. 

D.  Ramón— Ahora  es  necesario  que  te  cases  tú. 

Cdrlos— Guando  tú  quieras  papá.  (Ap.)  Cou  tal  que  llue- 
van los  grullos. 

D.  Ramón — Un  calavera  éá-  ún'  mal  elemento  social ; 

pero  también  es  cierto  que  una  tempestad  suele 

contribuir  para  una  buena  cosecha.  Vamos,  Carlos. 

{¿Carlos  y  D.  Ramón  salen  por  el  frente  del  brazo* 

Cdrlos  canta  «Aflons  enfants  de  la  Patrie»  de  la 

Matsellesa — Cae  el  telón.) 

-     «. 


LA     MUJER 


ACTO  SEGUNDO 

Sala  elegantemente  puesta  ;  entrada  al  frente  y  costados. 
A  la  izquierda  del  actor  una  mesa  con  libros  y  un 
ramo  de  flores. 

ESCENA  1.a 

JUAN  Y  MAGDALENA 

( Juan  sacudiendo  los  muebles  ) 

Juan— Que  todo  esté  pronto  y  arreglado  para  aoi  que 

venga  la  señora. 
Magdalena— ¿Y  qué  horaf  sea,  señor  Jua 


Juan—(Ap.)  Siempre  la^egS^leñígáoTÍáv  fAlto.)  ¿No 
ves  ahí  (señalando  el  cuarto  inmediato)  en  el  reloj 
la  hora  que  es? 

Magdalena — Sí,  bonito  anda  el  tal  reloj.  Siempre  ei 
las  10,  hace  mas  de  un  año;  como  el  reloj  de  Pam 
piona,  que  apunta  y  no  da  la  hora.  Bastantes  ve 
ees  te  he  dicho  que  debes  darle  cuerda  y  arre 
glarlo. 

/w¿m--Pues  yo  tedigo  que  no  le  daré  cuerda,  ni  h 
arreglaré. 

Magdalena — ¿Aunque  lo  mande  la  señora? 

Juan — Sí,  aunque  ella  lo  mande;  aunque  lo  mande  © 
gobierno.  Mientras  no  lo  mande  Milord  Williams|  Q 
/wf?J  \ Cuándo  será  ese^tarüTd^dia!     0 
'    /Magdalena — ¿QúTéií?      £l*^-e-  &¿*r*  •"' 

)uan—^S^^'*yy^^^^-^^°  " 

Magdalena — Vaya  un  misterio! 

Juan — Que  no  debes  penetrar  tú,  bachillera. 

Magdalena— Con  que  bachillera  ¿eh?  en  cuanto  veng 
la  señora  le  voy  á  decir  que  te  baga  dar  cuerd 
al  reloj.  ,/>«***«- 

Juan—Y  no  me  lo  ordenara.    Guárdate  bien.    Oy 


ABANDONADA  23 

Magdalena,  ven  acá  :  la  curiosidad  pierde  á  las 
mujeres. 

Magdalena — Sí,  pues  los  hombres  no  son  menos  curio- 
sos; y  sino  tú  que  cada  vez  que  me  acuesto  te  vas 
á  verme  por  el  ojo  de  la  cerradura  de  la  puerta. 

Juan — Calla,  indiscreta,  que  no  lo  hago  con  mala  ina- 
tención, sino  con  muy  buenos  fines. 

Magdalena-— Paes  vaya  una  inocencia  la  tuya .... 

Juan — Mira,  vé  y  arregla  todo  por  allá  dentro;  cuida 
que  cuando  venga  la  señora  no  tenga  que  echar- 
nos algún  sermón,  y  no  te  ocupes  (para/  mas  del 
reloj  ni  de  la  hora  que  apunta. 

ESCENA  2.a 

JUAN,    SOLO 

Efectivamente,  á~mí  merpreocupa  también  el  que  ese 
reloj  no  empieze  á  andar.  Desde  hace  justamente 
hoy  2  años  apunta  las  10. . .  ¡hora  fatal  fatal  para 
Milord  Williams,  para  la  señora  Clara,  para  mí, 
que  desde  entonces  tengo  la  consigna  de  tener 
parado  el  reloj.  Era  de  noche  y sin  embar- 
go   no  llovía ....  Ah,  la  señora! 

(Entra  Clara.) 

ESCENA  3a 

I 

CLARA    Y  JUAN 

Clara — Yino  alguien,  señor  Juan? 

Juan — Nadie,   señora,  pero  han  traído  este  ramo  para 

usted. 
Clara — Precioso  (lo  [aspira,  lo  contempla).  Ah!   (Ap.) 

¿un  billete? 
Juan— (Ap.)  Todavía  y  siempre  billetitosy  ramos.  Mal 

modo  de  que  el  reloj  vuelva  á  andar,  y  Z^~. 

Clara — (Llamando).  Magdalena,   toma  •k^wSa^'y  el 

chai  (abre  el  billete,  Mngdalena  sale). 
Juan — (Ap.)  Está  visto;  no  hay  compostura. 


24  LA     MUJER 

Clara — (Lee.)  «  Te  envió  ese  ramo.    Pasaré  á  verte  á 
las  cuatro. 

«27.  [Enrique] 

«  12  de  Setiembre.  » 
(Vuelve  á  leer.) 

Qué  laconismo!  ni  una  de  las  dulces  palabras  con  que 
empieza  siempre  sus  cartas^/no— ni  adorada  mia; 
/ni  mi  gazela;  luz  de  mis  ojos;  estrella  de  mi  exis- 
L-  l  tencia . . .  (Clara  se  sienta,  deja  caer  el  billete  sobre  la 
i  ™esa">  contempla  las  flores,  las^asgira^J/ Preciosas 
floresí- ¿viviréis  vosotras  acaso  masque  el  amor 
de  quien  os  envia?  Pero,  esta  fecha — VI  de  Se- 
tiembre! ¡Dios  mió,  qué  recuerdo!  Ah!  allí  está 
la  hora  :  las  10  de  la  noche!  (Cae  en  el  sillón,) 
(Pausa.)  Aquel  recuerdo  me  mata  y  sin  embargo, 
yo  no  sé  qué  influencia  ejerció  Enrique  sobre  mi 
alma,  que  hasta  llegué  á  enorgullecerme  de  su 
amor.  Ah!  nuestro  corazón  es  tan  susceptible  á  la 
emulacioD; — somos  tan  egoístas  las  mujeres  que 
cedemos  todo  ;  honor,  fortuna,  gloria,  si  la  tuvié- 
ramos, en  rehenes  de  nuestro  caprichoso  deseo! 
Parece,  efectivamente,  para  nosotras  que  la  gio- 
-  ria  del  crimen  que  cometemos ujüciese)  borrar 
nuestro  propio  rubor — La  lucha  fué  grande,  ter- 
rible. Enrique  era  orgulloso. ..  .querido,  anhe- 
lado de  otras, pudo  despreciarme. . . .sobre  todo, 
en  las  circunstancias  en  que  yo  me  encontraba  co- 
locada por  la  fuerza  de  una  situación  violenta,  en 
la  que  si  no  permanecí  fiel  á  mi  posición,  al  menos 
no  mecreo  digna  de  merecer  la  maldición  de  todos. 
Mártir  de  las  circunstancias  por  mi  casamiento,  he 
sido  victima  de  los  hombres  por  mi  amor.  Sin 
embargo,  nadie  me  impuso  un  sacrificio  :  fui  yo 
quien  me  resigné  á  él  y  es  este  mi  mayor  delito. 
He  roto  ¡ay!  pasando  toda  valla,  los  lazos  del  ma- 
trimonio ;  es  un  delito,  un  crimen,  será  cuanto 
se  quiera,  pero  para  mí  todo  ese  cúmulo  de  lati  • 
dos  de  la  conciencia  equivalen  á  una  muerte  lenta. 


ABANDONADA  25 

¡Bien  castigada  estoy! ....  Si  yo  hubiera  sido  ma- 
dre, acaso  hubiese  obtenido  fuerzas  para  soportar 
el  suplicio  de  un  enlace  que  por  mis  circunstan- 
cias yo  mismo  me  habia  impuesto — A  los  20  años 
las  mujeres,  y  sobre  todo  las  que  se  encuentran 
como  yo  entonces,  sin  amparo  y  sin  consejo,  no 
sabemos  lo  que  hacemos  (pausa) — Los  que  no  me 
conocen  pueden  condenarme  ;  sin  embargo,  me 
estimarán  los  que  de  cerca  sepan  mi  vida.  Entre 
tanto,  lanzada  al  abismo,  creo  no  haber  líegado 
ál  fondo.  Áh!  pero  si  Enrique  me  abandonase  en 
mi  situación. . . . ! — Itereyfyo,  no  es  posible  que  él 
á  qnien  he  sacrificado  mi  honra,  mi  posision,  mi 
corazón,  todo,  sea  capaz  de  olvidarme  y  dejarme 
dos  veces  abandonada.  (Llora.)  ¿No  soy  hermosa 
como  antes?  (Mirase  al  espejo.)  ¿No  soy  amorosa,  '¿ 
tierna  para  con  él?  ¿No  cedo  en  todo  á  sus  capri-y 
chos,  cuanto  puede  ceder  unawnujpr  que  no  es  la 
propia? — ¿No  soy  su  esclava? ¿gjstóno; . . . . no. . . . 
no,  Enrique  me  ama  ;  estas  flores  ;  estebillete. . . 
(Con  desfallecimiento.)  Ay,  Clara! -no  te  dejes 
arrastrar  por  las  seducciones  del  corazón. 

Juan — (Anunciando.)  El  Sr.  D.  Ramón  de  Contreras. 

Ciara— Que  entre,  que  entre,  inmediatamente. 

ESCENA  4."  Y    CíVZ 


DON  KAMON,   CLARA  Y  JUAN 

D.  Ramón — Mi  queridísima,  estimadísima  y  estimabilí- 
sima señora  Clara. 

Clara — Sr.  D.  Ramón,  muy  buen  dia ;  cuanto  placer 
esperimento  al  ver  á  Vd.  ¿La  familia  buena? 

D.  Ramón — A  Dios  gracias,  todos  comen  de  la  misma 
olla  (á  Juan)  ¿y  cómo  va  el  señor  Juan?— la  hacia 
tiempo  que  no  le  veia.  Me  parece  mas  coloradote, 
mas  gordo....  ¿^  % 

Juan — Sí,  señor,  D.  Ramón  ;  esteces  ya  -«t  últimov©»-.  a;^-^^-^*^^ 
^óro%— de  aquí  al  matadero. 


2b  LA    MUJER 

D,  Ramón — (d  Clara).  Y  ¿siempre  leal  ¿ehí-^ieropre 

fiel? 
Clara — Le  aseguro  á  Vd.  que  Juan  no  es  mi  sirviente, 
sino  un  amigo  que  Dios  me  ha  dado  para  (Smgán^.. 
Tiene, sobre  todo,  una  condición  de  que  carece  1& 
generalidad  de  los  domésticos. 
D.  Ramón— ¿Cuál,  hombre,  cuál? 
Clara—  Ser  discreto. 

Juan — Gracias,  señora :  Vd.  lo  merece  todo. 
D.  Ramón — ¿Sabe  Vd.  que  estoy  pensando  que  debe- 
mos casar  á  este  buen  Juan? 
Clara—  ¿Y  para  qué? 

D.  Ramón  -Hombre!  para  lo  que  se  casan  todos. 
^J&am —Pues  que  se  case . ...  I 
D.  Ramón—  Ya  nos  ocuparemos  de  eso,  y  si  le  falta  algo 

se  lo  daremos. 
Clara — Por  mi  parte,  cuanto-él  quiera. 
D.  Ramón — Hemos   de  hablar  (se  vd  Juan).    Ahora  le 
diré  á  Vd.  el  objeto  de  mi  visita,  es  decir,  los  obje- 
tos de  ella.  Diré  á  Vd.  en  primer  lugar,  que  Milord 
"Williams,  su  esposo  d©-^é-;,  ha  arreglado  la  cuen- 
ta de  gastos  hechos  por  Vd.,  estrañando  que  sea 
tan  corta.  «  Quiero  que  Clara,  me  dijo,  de  nada 
carezca.  Si  precisa  mas,  déleVd.  sin  límite.» 
*Clara  —  (Ap.)  f^M^abaüevolyC^^^^-4^ 
D.  Ramón — Disponga,  por  consiguiente,  miemtras  du- 
re su  ausencia,  de  lo  que  necesite;  esto  sin  perjui* 
ció  de  que  en  este  viejito  que  Vd.  vé  aquí,  tenga 
Vd.  un  amigo*  un. .  .(Ap.)  Sí  esta  mujer  fuese  sol- 
tera ó  viuda  me  casaba  con  ella. ...  ó  la  casaba  cod 
mi  hijo. 
Clara— ¿Y  que  Milord  Williams  está  de  viaje? 
D.  Ramón — Sí,  por  algún  tiempo— poco. 
Clara  -  Gracias,  señor  don  Ramón  ;   por  ahora   nads 
ctAi  ~¿x?  (grecTso^le  ocuparé  llegado  el  caso. 

D.  Ramón— Si;  con  confianza.  Pasemos  pues  á  la  se 

gunda  parte,  objeto  de  mi  visita. 
Ciara— ¿Cuál? 


ABANDONADA  27 

D.  Ramón— Clara,  yo  soy  muy  amigo  de  Vd.  y  quiero 
comunicarle,  antes  que  a  nadie,  el  enlace  de  mi 
hija  Flora. 

Clara- — Deveras,  señor  don  Ramou,  ¡cuánto  me  alegro! 

J).  JRamon—Si;  hemos  resuelto  casarla,  y  ella  también 
está  resuelta.    Tiene  21  abrileSj/TfulTes  ya  edad 

ÍcomO  para  que  no  faciliten  mucho  las  mujeres  sin 
¿peligro  de  quedar  para  tias.óVestir  santosCA*esos 
años  la  mujer  que  no  se  casa  puede  clecir  que 
.v,  pierde.la  mitad  de  la  carrera.  Mañana  es  el  dia. 

Clara — Tan  pronto!  Jues  sabe  Vd.,  señor  D.  Ramón, 
que  me  sorprende;  porque  a  pesar  de  mi  intimidad 
con  Flora,„j$májí  le  he  conocido  novio,  ni  me  ha 
hecho  ninguna  de  esas  revelaciones  que  las  mu- 
chachas no  se  hacen  entre  si,  pero  soío,>  confian  6. 
las  viejas. 

D.  Ramón— Si;  á  las  viejas  como  Vd.  ¡eh ? 

Clara — Eso  es.  Ye¿*V*~ . 

D.  Ramón  —Vaya  una  vie^**»-.  (Ap.)  ¡Qué  lástima  que 
esta  mujer  no  pueda  casarse,  ó  cuando  menos  que 
no  se  una  á  su  marido! 

Clara— ¿Y  el  novio  corresponderá  indudablemente? 

D.  Ramón — Ah!  ya  lo  creo :  joven,  inteligente,  con  un 
porvenir  brillante;$eaballero  distinguido— mire /j 
Vd.  no  le  falta  sino  haber  nacido  en  Inglaterra  pa- 
ra ser  el  tipo  exacto  de  su  marido  dé  Vd.  (Clara  se 
ruboriza).  Quedó  en  venir  conmigo  J^  objeto  de  ^ 
invitarla  para  la  boda  que  tendrá  lugar  mañana  á 
las  8  de  la  noche.  Vd.  no  faltará. . . .  .1 

Clara — ¿Cómo  faltar?  Sabe  Vd.  que  quiero  á  Flora  co- 
mo á  una  hija ;  —será  para  mí  un  momento  de  ín- 
tima satisfacción. 

D.  Ramón— Pues  como  decia,  pensaba  venir  Enrique 
conmigo  y . . . . 

Clara — Enrique?  Bonito  nombre. 

D.  Ramón — Como  cualquier  otro,4  con  tal  que  haga  buen 
marido. — Y  se  ha  escabullido. 

Clara— ¿Y  de  qué  familia  es  el  joven  esposo? 


28  LA    MUJER 

D.  Ramón— De  una  distinguidísima — de  la  de  Wilson. 

Clara— ¡Dios  mió!  ¿üe  la  de  Wilson? 

D.  Ramón— &\. 

Clara  —  Diga  Vd.,  señor  don  Ramón,  ¿hay  mas  de  un 

individuo  de  esa  familia  y  del  mismo  nombre? 
D.  Ramón — Sí,  hay  dos  primos  hermanos. 
Ciara—Respiro.  (Ap.)  ¡No,  era  posible! 
D.  Ramón— Mire  Vd.;  para  mas  señas  aquí  está  eljre- 

trato  de  mi  futuro  yexjao.    ¿Qué  le  parece  á  Vd? 
Clara  -  ¡El  mismo!  (Ap.)  iJjiYlííllJi  Mllli'L     i  T  / 
D.  Ramón  —  Pero,  ¿qué  tiene  Vd.?  'íh*  rr¿+  f 

Clara — (Ap.)  Disimulemos— Corazón, ^ayúdame! 
D.  Ramón — (Ap.)  Parece  que  se  ¡mtímm  afectado. .   . 
Juan — (Anunciando.)  El  señor  don/Enrique  Wilson. 

'  "*^  ESCENA  5.a 

CLARA,  DO^JUMQN  Y  ENRIQUE 

Clara— -Haga ^Vd.  entrar. 
(Entra  Enrique.) 

D.  Ramón—  ¡Vaya,  hombre!  ¿Dónde  diablo  te  trascone- 
jaste  que  no  te  pude  hallar? 

Enrique  —  Señora,  buenos  dias. 

Clara — Buenos  dias,  señor  Wilson. 

D.  Ramón— Ah!  queda  Vd.  acompañada.    Me  alegro 
J  que  hayas  venido.    Tengo  que  hacer  en  casa  y 

despachar  varios  asuntos.  Quedamos  en  que  ma- 
ñana a  las  8  tiene  lugar  la  ceremonia.  No  faltará 
Vd.,  supongo. 

Clara — No  faltaré* 

D.  Ramón  (á  Enrique) — Indúcela  áque  vaya:— es  pre- 
ciso que  esta  pobrecita  mujer  se  divierta.  Clara, 
adiós.  Hijo  mió,  adiós  (ap.)  Que  lástima  que 
Clara  no  se  reconcilie  con  su  marido!    (vase) 


ABANDONADA  29 

ESCENA  6' 

CLARA  Y  ENRIQUE 

Enrique— Clara ....  .— ^ 

Clara — Q£o  me  digas  nada ....  lo  sé  todo.  Enrique .... 
me  abandonas,  cuando  vivia  mas  que  nunca  ena- 
morada de  tí ;  cuando  creía  que  nada  podria 
romperlos  vínculos  de  nuestra  unión; — cuando 
nuestras  caricias  nos  servían  de  lenguaje;  cuando 
tus  palabras  y  las  mias  pocas  veces  se  completaban 
por  que  se  interrumpían  A  cada  momento  unas  por 
las  otras.  Enrique,  yo  sé  bien  que  hay  ciertas  cosas 
...  que  una  mujer  no  puede,  no  debe  decir  jamás  en 
presencia  de  su  amante — el  solo  pensamiento  de 
ellas  ahoga  la  voz,  porque  hace  venir  la  sangre  al 
corazón  y  al  rostro — se  dibilitan  las  fuerzas,  se 
abate  el  espíritu.  Ah. .-. . !  pero  es  preciso  hablar, 
porque  siento  que  mi  corazón  debe  decirte  toda 
loLverdad;  no  debo  ocultarte  uno  de  mis  pensa- 
mientos; ni-les-mas  fugitivos. 

Enrique—  Clara,  Clara;  basta! 

Clara — Basta ....!!!  Jamás  escuché  de  tus  labios  esa 
palabra;*  fatal  hoy  porque  me  da  á  conocer  que  en 
tu  corazón  todo  acabó  para  mí.  Pero  escucha: — Té 
he  prodigado  bastantes  favores  para  que  seas  in- 
grato hasta  el  punto  de  abandonarme  sin  oírme — 
Mira  mi  agonía,  si,  porque  lo  que  yo  sufro  es  una 
agonía,  castigo  del  propio  delito  que  tú,  hacién- 
dote mi  cómplice,  me  has  inducido  á  cometer. 
(transporte)  No;  perdóname,  Enrique,  si  te  he 
ofendido;  una  mujer  en  la  falsa  posición  en  que  yo 
me  encuentro  merece  siempre  perdón,  cualquiera 
que  sea  su  fajta^/No  me  mires  airado,  Enrique; 
finirá  me  con  aquellos  ojos  con  que  me  contémpla- 
la bas  en  nuestras  horas  de  mayor  éxtasis. 

Enrique — Clara,  me  despedazas  el  alma.  Tu  no  sabes 
la  lucha  que  esperimento  en  estos  instantes. 


LA     MUJER 


Clara — &ngel  del  cielo!__m}  Enrique!  déjame  al  menos 
decirte  que  tú  conseguiste  borrar  éii  mi  alma  toda 
huella  de  los  dolores  bajo  cuyo  peso  tenia  que  su- 
cumbir. No  me  anonades  hoy;  — conocí  el  amor,  el" 
verdadero  amor  por  tí;  me  habia  hecho  falta  hasta 
entonces,  el  candor  de  una  alma  como  la  tuya,  tte* 
'tu  juventud.  Jamasen  el  tiempo  que  hemos  cru- 
zado se  despertaron  en  mí    los  celos.  He  tenido 
todas  las  flores  de  tu  alma,  todos  tus  pensamientos; 
— ¿porque  me  los  arrancas  en  un   solo  dia,    en  un, 
instante  tan  rápido  como  el  que  necesita  el  alma 
para  pasar  de  la   vida  á  la  eternidad?  Enrique, 
Enrique,  no  me  abandones,  (cae  desmayada  en  los 
hrazos  de  Enrique) .  n^, 

Enrique — Levanta,  Clara:  pueden  vernos  y  cómprete* 
mi  posición  y  la  tuya. 

Clara- — Nunca  temiste  ni  á  los  ojos  del  cielo,  único  tes- 
tigo de  las  horas  de  placer  que  juntos  hemos 
pasado.  ¿Es  el  arrepentimiento,  Enrique  quien 
habla  en  tí?-^Es  verdad!  ha  llegado  para  ti  la  edad 
de  la  reflexión,  del  egoísmo  :  yo  tengo  40  años;  tu 
Í36.  ^Cuantos  recelos  no  debió  infundir  esa  diferen- 
I  cia  de  edades  á  una  mujer  que  verdaderamente 
ama. . .  J/Has  pensado  en  tu  interés  social,  en  tü 
posición;  por  último  has  creído  que  el  matrimonio 
que  vas  á  contraer  debe  aumentar  necesariamente 
tu  fortuna.  , 

Enrique — Clara,  me  Ofendes,  acaso  sin  pensarlo. 

Clara— Pensar  en  que  tendrás  hijos  (con  intención);  qu( 
suelen  ser  el  vínculo  indisoluble  entre  los  Convite 
/y&lvi  S5^.y  entre  los  amantes;  para  trasmitirles  tuí 
Bienes;  reaparecer  enjel  mundo  y  ocupar  tulugai 
en  la  sociedad  con  hdnofffllfflRwl-.  ■ .  ¿No  es  eso,  En 
rique,  cuanto  te  mueve  A  abandonarme?  Ante  ta¡ 
les  conveniencias  ¿qué  importa  mi  honor,  m 
tranquilidad,  mi  vida? 

Enrique — Cada  palabra  que  pronuncias  es  un  dard 
envenenado  que  penetra  en  mi  alma. 


ABANDONADA  31 


Clara — Ah!  la  muerte...!  ¡Cuan  preferible  seria|spá 

sobrevivir  a  las  desgracias  I  Si;  ojalá  me  dieses  la  y 

muerte  antes  que^fetcíüñ|rm^  y  dejarme  abando-  Ac<2/^t  f^8^  * 
nada  en  el  mundo!    Los  amantes  que  son  capaces      ¿*~a^  c*s*rr*>. 
'ne*'  de^jfPUnateljDá  sus  amadas  son  mas  caritativos  que 
túV  Enrique;  porque  ellos  las  matan  dichosas,  y 
en  la  gloria  de  sus  ilusiones.  Mátame,  Enrique, 
mátame,  pero  de  una^muerte  pronta  y  no  de  un 
suplicio  leoto  comV^STque  me  condenas! 
Enrique — Clara,  clara:  por  piedad! 
Clara— ¿La  tienes  tú  acaso  de  la  mujer  que^s^cruel, 
y  desapiadado  abandonas?    (pansa)    Ayer  cuando 
me  preguntabas  con  tanta  y  tan  fiugida  ternura  : 
«¿Qué  tienes?»   me  hacias  temblar.    Hoy  cuando 
he  recibido  tu  carta  escrita  con  ese  laconismo  de 
un  corazón   que   desfallece,    tus  palabras  escri- 
tas me  hicieron  estremecer,  como  se  estremecería 
en  su  lecho  de  muerte  el  enfermo  que  oyese  tayíe^" 
<gi>  las  campanas  que  evocan  la  piedad  cristiana 
en  favor   del  agonizante.     En  esos  momentos  he 
pagado  bien  caro  el  amor  y  la  felicidad  de  que 
gocé;    senti  que  la  naturaleza  nos  vende  á  caro 
t       precio  stl  tesoro  d&L^unor. 

Enrique  —  Clara,  tarde  ó  temprano,  yo  tenia  que  aban- 
donarte, que  separarme  de  tí — entre  tú  y  yo  .hay 
un  obstáculo  insuperable. 
Clara — Si;  mi  marido,  ¿no  es  Verdad? 
lEnrique— Tu  me  evitas  el  trabajcr de  decirlo,  Clara. 
¿Clara — Ah!  es  que  he  descubierto  esa  frase  escrita  en 
J        el  fondo  de  tu  mirada.  ,Xu  tienes  razón,  Enrique; 
yo  no  tengo  derecho  de  poner  dique  al  curso  de 
tu  brillante  carrera,  unciéndola  á  la  mia,  ya  gasta- 
da para  siempre.    Vé,  si  quieres — da  tu  mano  de 
esposa  á  Flora— pero .... 
Enrique  —Adiós  Clara. 

Cfo^— ¿Te~vas?   ¿Vuelas  como  el  jilguerillo  que  preso      /, 
í  por  dos  años  entre  cadenas  de  alambre,  después    / 
\  de  ese  tiempo,  respira  el  aire  de  la  libertad? 


32  LA    MUJER 

Enrique  (ap.)— Es  preciso  ante  todo  ser  hombre  Clara . .  1 
..adiós! 
•*  N  *.       •  ¿filara  (con  resolución)— (Alto.)  Pites  bien,   adiós!  adiós 
.-*»•.'  para  siempre!  (lo  acompaña  hasta  la  puerta)  pero, 

Enrique,  es  esta  la  última  vez  que   nos?  vemos.^'. 
(pausa)  ¿lo  comprendes?  ¿Sabes  cuanta  és'Ta  lati- 
tud de  esta  palabra  lanzada  de  los  labios   de  una 
mujer  en  momento  tan  supremo? 
Enrique — Lo  comprendo.    te* 

Clara  (con  altanería) — Idos  pues!    Enrique  va  á  besarle 
laffrepte.)   No .... !  Desde  ahora  un  abismo  nos 
separa.  Idos.  (Escena  muda)  (Clara  cae  sentada  al 
.      lado  de  la  mesa.) 

ESCENA  7a 

CLARA  S*OLA 

¡Qué  fiel  amigo  es  el  corazón!  Flores  queridas,, las  úl- 
timas que  han  brotado  de  su  alma  para  mí,  recibid 
este  eterno  y  último  beso.  Vivid  desde  ahora  pa- 
ra la  posteridad. . . .  (con  desesperación)  Ingrato... 
infiel . . . . !  (Juan  entra) .    , ,  /   <   ,  > , 

ESCENA  8a 

CLARA  Y  JUAN 

(        Juan — Señora,  prooieais  algo? 

Clara — Nada,  Juan,  (aparte)  Pobrecillo!  (se  enjuga  une 
lágrima)  Ha  adivinado  acaso  mi  pesar. 

Juan — Es  que  un  strtlelíít#  viene  de  parte  de  Milord 
Williams  a  preguntar  si  tenéis  inconveniente  ei 
recibirlo  y  que  le  indiquéis  la  hora. 

Clara — ¿De  Milord  Williams  mi  esposo? 

Juan — El  mismo. 

Clara — Diga  V.  que  puede  venir  á  la  hora  que  guste 
foue  no  saldrá  (se  vd  Juan )  ¿Qué  significa  esto,  Dio 
mió?  Milord  Williams   en  mi   casa!  ¿Qué  quiere 


ABANDONADA  33 

— ¿qué  busca?  -  ¿vendrá  por  ventura  á  aumeutar 
mis  penas. . .  .vendrá  á. . . . Yo  pierdo  el  juicio 
(llama  á  Juana)  Juana,  (sale  Juana)  Lleva  esas 
flores  y  colócalas  en  mi  aposento,  (aparte)  Que  ni 
ellas  sean  testigo  siquiera  de  lo  que  pase  entre 
Milord  Williams  y  su  esposa.  (Sale  Juana  con  las 
flores — Milord  Williams  acompañado  de  Juan  apare' 
ce  por  el  frente — Juan  se  retira.) 
/':■'■■. 

/■  ESCENA  9* 

MILORD  Y  CLARA 

Milord — Señora. ... 

Clara — Edmundo. . .  . 

Milord — Milord  Williams.  ¿Os  parecerá  estraüa  mi  vi- 
sita . . . 

Clera — Por  muy  estraüa  que  me  pareciese  la  recibiría 
siempre  con  placer. 

Milord— Acaso  sepáis  de  antemano  que  estoy  en  vís- 
peras de  viaje? 

Clara — ¿Vais  de  viaje  Milord?  ¿y  á  dónde? 

Milord— Marcho  para  luglaterra,  pero  antes  he  venido 
á  daros  un  adiós  que  acaso  sea  eterno. 

Clara — Dios  no  ha  de  querer  que  nos  veamos  por  últi- 
ma vez. 

Milord — Dios,  señora,  no  se  ocupa  de  esos  pequeños 
detalles  déla  vida.  Tiene  otras  cosas  que  atender 
y  de  mayor  importancia.  Si  Dios  emplease  su  tiem- 
po con  nosotros,  el  mundo  andaría  de  otro  modo. 

Clara — Pero  es  innegable  que  la  Providencia  vela  por 
sus  criaturas. 

Milord — Algunas  veces;  cuando  ellas  se  hacen  dignas 
de  su  cuidado  (Clara  baja  la  cabeza.)  Bien,  seño- 
ra, antes  de  mi  partida  he  querido  hablaros.  En- 
tre nosotros  hay  asuntos  de  vital  interés  para  am- 
bos. 
Clara  —  Os  agradezco,  Milord,  las  recomendaciones  de 
que  he  sido  objeto  para  con  el  señor  don  Ramón 
Contreras,  y  no  sé  como  pagaros  tanto  favor. 


34  LA    MUGER 

Mllord— Pagadrae  si  os  parece  como  me  habéis  pagado 
hasta  aquí,  señora — no  os  exijo  mas, 

Clara— Milord,  sois  cruel  conmigo. 

Milord  (irónicamente.) — Qué  injusticia!  . . ,  tratándose 
de  vos,  que  habéis  sido  tan  dulce  para  mí!  — Seño- 
ra, hacen  hoy  justamente  dos  años* . .  .era  de  no- 
che, Os  acordáis? 

Clara— Sí,  s!.  (llora.) 

Milord — Yo  entraba  encesta  misma  casa  devorado  por 
los  celos,  agitado  por  las  sospechas  y  los  temores 
que  vuestra  conducta  hábia  despertado  eo  mi  co- 
razón   

Clara  (ap.) — Dios  'mió,  el  cielo  se  desploma  sobre  mi 
cabeza! 

Milord— Fian  las  10  cuando  en  esté  gabinete. . .  * 

Clara — Ah!  callad,  callad,  por  compasión,  Edmundo. 
Asesinadme  pero  no  me  ultrajéis  con  ese  recuerdo. 

Milord — Ahí  están,  señora,  esos  muebles,  que  hoy  con- 
servan la  misma  colocación  de  entonces.  Nada  se 
ha  cambiado,  nada  se  mudó,  ni  el  polvo  que  desde 
aquel  momento  cayó  sobre  ellos  se  ha  movido  de 
sus  tapices--todo  por  mi  orden — Yo  creí  que  esos 
testigos  mudos  pero  acusadores  de  vuestro  delito, 
hablasen  á  vuestra  conciencia.  ¿Qué  habéis  hecho 
desde  entonces?  ¿Habéis  por  ventura,  tratado  de 
reparar  vuestra  falta  por  la  enmienda? 

Clara — Milord,  matadme,  pero  no  me  humilléis. 

Milord-  -Humillaros!  ¿y  vos  que  habéis  hecho  conmigo? 
¿Donde  está  mi  honor?  Desde  entonces  os  abando- 
né creyendo  que  mi  generosidad  é  hidalguía  os 
convirtiese  al  bien;  pero  en  vano: — La  mujer  que 
resvala  una  vez,  no  se  detiene  jamás  sino  en  el 
fondo  mfe&&0  del  abismo.  Lloráis,  pero  vues- 
tras lágrimas  no  son  las  que  la  amargura  del 
corazón,  el  arrepentimiento  hacen  aparecer  á 
los  ojos — son  las  lágrimas  del  despecho  al  veros 
abandonada,  humillada. 

Clara — Cómo?  Vos  sabéis . . . .? 


Miiord—  Todo  lo  sé :  yo  mismo  he  actuado-;  yo  he 
contribuido  á  hacer  real  ese  enlace,  rompien- 
do á  pedazos  mi  alma,  con  tal  que  vos  sintieseis 
las  espinas  de  la  espiacion. 

Clara — Miiord,  por  piedad,  vuestra  venganza  hacedla 
justa;  pero  no  sea  ella  inexorable!  Oompade- 
cedme. ...  No  me  entreguéis  á  la  ley  de  un  bár- 
baro destino! 

Miiord — Compasión  de  vos,  Clara! ...  .La  tuvisteis  vos 
de  mi  alguna  vez? 

Clara — Perdón,  Miiord,  perdón. 

Miiord  —  El  perdón  se  alcanza  solo  por  la  contriccion,  y 
vos,  señora,  no  estáis  contrita — ni  seréis  capaz  de 
vencer  nunca  vuestros  instintos. 

Clara— Os  lo  juro. 

Miiord —No  juréis  lo  que  no  habéis  de  cumplir.  Solo 
tenéis  un  camino,  seguid  mi  consejo  :  idos  á  un 
convento  —Yo  me  vuelvo  á  mi  patria  y  ya  que  no 
pueda  besar  la  anciana  frente  de  mi  madre,  be- 
saré la  loza  que  cubre  sus  cenizas,  lloraré  sobre 
ella,  y  le  diré  pida  á  Dios  resignación  para  «u% 
tanta  como  he  tenido  hasta  ahora. 

Clara-~rA.il,  Miiord!  por  la  memoria  de  vuestra  madre, 
perdonadme  antes  de  partir.    ^^^  / 

Miiord— (Llora.)  ¡Pobre  (gip  ma.dvelf[Se  pasea.) 

Clara — Me  perdonáis. . . .?  (Miiord  se  retira,  ella  sigu$ 
de  rodillas)  Ah!  lloráis;  el  que  llora  perdona.  ¿Me 
perdonáis,  Miiord? 

Miiord— No!  (Cae  Clara.)  Levantaos,  Clara,  levantaos. 

C¿ara~No,  no  me  levantaré  de  aquí  si  no  muerta, 
mientras  no  me  otorguéis  el  perdón. 

Miiord—  Clara,  que  alguien  viene. 

Clara— ¿Qué  me  importa  á  mí  del  mundo  si  no  alcanzo 
vuestro  perdón!  Por  vuestra  madre,  Miiord,  por 
vuestra  madre!  No  seáis  soberbio,  no  queráis  ser 
mas  que  el  Señor  que  se  sacrificó  en  la  cruz  por 
nuestra  redención  ;  que  encomendó  á  su  madre  en 
la  cumbre  del  Gólgota  perdonara  á  los  que  le  ha- 


36      ^     -v  LA  MUJER 

•>  •%  >.»  J%  > 

bian  ofendido.  Por  vuestra  madre,  por  su  memo- 
ria ;  por  el  primer  beso  que  os  dio,  por  el  último 
que  recibisteis  antes  de  separaros.  ¡Perdón! 

Milord— (Ap.)  ¡Qué  puede  negarse  á  la  memoria  de 
una  madre! ...  .Bien,  (Clara  de  rodillas —Milord 
pone  las  manos  sobre  la  cabeza  de  Clara)  Clara  Elisa 
Zavala,  baronesa  de  "Williams,  en  nombre  y  por  la 
memoria  de  mi  madre  que  está  en  el  cielo,  yo  os 
perdono! 

(Clara  cae  y  abraza  los  piesde  Milord  Williams.) 

Milord  —Ahora,  adiós,  Clara. 

Clara—  No,  Milord,  no  os  vayáis  ;  permaneced  conmi- 
go, (sí)  quedaos. 

Milord — Me  pedis  lo  que  yo  no  puedo  daros ;  lo  que 
mi  misma  madre  no  os  concedería  tampoco.  Vues- 
tra conducta  hasta  hoy  no  merece  rehabilitaros 
para  conmigo.  Como  hombre,  os  he  perdonado  ; 
como  marido,  ante  una  sociedad  que  nos  observa 
y  severamente  nos  juzga,  seria  dar  un  paso  muy 
adelantado,  muy  imprudente;  hasta  indigno. 

Ciara— Os  comprendo,  os  comprendo. 

Milord  —Por  otra  parte,  para  que  os  revindiqueis  ante 
mis  ojos  y  los  de  Dios,  precisáis  dar  pruebas  con- 
tundente^ ^irrecusables. 

Clara — Os'  daré  todas  las  qtfé  rae  pidáis.  Exigid. 

Milord — Bien,  ¿veis  aquel  reloj  que  marca  la  hora  de 
las  10? 

Clara — Ay!  demasiado  lo  he  visto  ya. 

Milord — Falta  ahora  agregar  una  nueva  fecha.  Mañana 
1 3  de  Setiembre  me  embarco — agregad  esa  fecha 
como  término  fatal  á  esa  hora;  dentro  de  un  año, 
el  mismo  dia,  antes  de  las  10,  me  encontraré  aquí, 
en  vuestra  casa,  donde  os  halle.  Si  vuestra  con- 
ducta— y  cuidado  que  he  de  tener  cuenta  exac- 
ta de  ella — si  vuestra  conducta,  repito,  os  hace 
digna  de  una  reconciliación .... 

Clara — Oh!  os  lo  juro. 

Milord — No  juréis,  sino  para  cumplir. 


ABANDONADA  37 

Clara — No; — por  Dios  crucificado! 

Milord — No  invoquéis  su  nombre  en  vano.    Ahora  me 

marcho.  (Clara  va  d  abrazarle,  Milord  rechaza). 

No,  todavia  no;  si  acaso  dentro  de  un  año. 
Clara — Si;  dentro  de  un  año — Adiós! 

ESCENA  10a. 


CLARA    SOLA 

Clara— {Larga  pausa)  (ap.)  La  generosidad  de  este 
hombre  me  ha  abrumado.  Ah!  Enrique.. .  .Enri- 
que. . !  (va  hacia  un  estante,  saca  un  estuche  con  pape- 
les.) Si,  esta  es  la  carta  primera  que  me  escribió 
el  traidor.  Pongamos  al  pié  sn  contestación,  pues- 
to que  entonces  no  se  la  di  por  no  cometer  una 
indiscreción  (toca  la  campanilla  y  aparece  Juan.) 
Esta  carta  para  el  señor  Enrique  Wilson. 

Juan — La  entregaré  en  propia  mano,  (vase).- — Cae  el 
telón. — 


^> 


LA  WUJER 


ACTO  TERCERO 

Gran  salón  de  baile,  mmj  iluminado.  Galería  a  l  fondo  por 
donde  se  ve  cruzar  muchas  parejas  en  traje  de  baile. 
A  derecha  é  izquierda  sofaes,  sillas  y  otros  muebles  de 
lujo. 

ESCENA  1.a 

CÁRLOS^Y  UN  CONVIDADO  PASEÁNDOSE— DESPUÉS  DON  RAMÓN 
1   OTROS 

Convidado  3.°— Tegarantj»,  amigo  mío,  que  el  enlace 
de  tu  hermana  me  ha  sorprendido  como  habrá  sor- 
prendido á  todos. 

Carlos — Efectivamente;  yo  mismo  no  lo  esperaba,  tan 
'    pronto  al  menos;  pero  papá  se  empeñó,  ella  no 
opuso  resistencia  Y^^TÉy^0  /  (*~  **-*&*»*."£**' 

Convidado  1. — Pues  no  dicon  oeof  aseguran  que  tu 
harmana  no  se  ha  casado  de  buen  grado. 

Carlos — Habladurías. . . . !  Además,  Enrique  es  un  buen 
muchacho,  con  escelentes  cualidades  para  ser  uu 
completo  marido. 

Convidado  1.° — Y  dime  cómo  queda  ahora  la  otra — la 
consabida—? 

Carlos — Entiendo:  Clara  ¿eh?  Que  diablos!  ¿y  quién 
piensa  en  eso  cuando  llega  el  momento  de  tomar 
estado?  ¿Acaso  le  faltará  resignación  y  consuelo?  . 
Parece  que  tu  rocíen  vin  Le  o  clTal  mundo.  ¿No  has 
visto  á  tantas. . . .?  y  resignadas  y  siempre  dis- 
pacstas? 

Convidado  1.° — Es  que  me  dicen  que  esa  señora  es 
mujer  de  superiores  cualidades. 

Carlos — Sí;  pero  al  fin  tendrá  que  conformarse — ese  es 
el  desenlaee  que  espera  á  toda  mujer  que  una  vez, 
por  lo  menos,  pisa  en  falso. 


ABANDONADA  39 

Convidado  1.° — Eres  escéptico. 

Carlos  —Lo  seré:  pero  pienso  con  el  siglo  XlX^-Pero; 

que  diantre!  .la»8  y  no  aparece,  ni  el  ourayMri-fiL— ^      -f— 
-»Í9fBo=Enrique,  A^-/  ¿y*  *»-  '1^^^t^y^fJn^t'^rL^T     > 

Convidado  l.fl— Eso'se  esplica^^To  que  respecta  á  Ea-  fe**-  y 
*¿€p*e< — la  noche  de  novio,  Cáelos,  es  siempre  no,-  <xe^^ 
che  de  atribulación.  ^¿í^^^^t^w     ¿*_«*^ 

Carlos — Hablas  con  un  aplofíío'cual]  site  numeras  ca-  "'a      * 
satio  alguna  vez. 
jj Aparece  D.  Ramón  por  el  lado  opuesto  del  brazo  de  otro 
XI         cor^vidado^  Las  parei^senasean  ^^r  Mámente.)    /^t^v_% 

D.  Ramón — Sr;  amigo  mío  :  msistó  enqííe  el  máCriíno»  '  ^o^^Z^k 
nio  es  el  complemento -de  la  vida. 

Convidado  2.°—  D.  Ramón,  cuando  se  saca  la  gorda* 

D.  Ramón — ¿Qué  es  eso  de  gorda? 

Convidado  £.°— Quiero  decir,  cuando  se  saca  el  premio 
mayor,  porque  el  matrimonio  es  una  especie  de 
lotería. 

D.  Ramón— Pues  mire  Vd.  yo  me  he  casado  cuatro  ve- 
ces y 

Convidado  2.a-  ¿Nada  mas?  ( Áp.)  Y  sería  capaz  de  en- 
trar en  la  quinta. 

D.  Ramón — Ni  menos  y»tev&4  <#%**  ryt*>rh>i?i  - 

Convidado  2.° — Este  hombre  es  un  sepulturero.  Ni 
Enrique  VIII  de  Inglaterra! 

B.  Ramón — Y  vamos  á  ver  ¿porqué  no  se  casa  Vd? 

Convidado  2.° — Hombre,  porque  no  tengo  ganas. 

D.  Ramón—  Mal  hecho.  El  estado  matrimonial  es  el 
mas  moral,  el  mas 

^Convidado  2.° — (Áp.)  Sí,  ya,  y  sino  que  lo  digan  algu- 
nos de  los  que  andan  por  acá  adentro,  en  los  salo- 
nes, y  por  ahí  fuera  (indicando  al  patio).  Y  que 
ratifiquen  ellas  ¡pobrecítas!  (señalando  Mein 
arriba.) 
I  J).  Ramón— Insisto;  cásese  Vd. ,  cásese  Vd. 

Convidado  £.°— Pero  este  hombre  se  ha  convertido  en 
una  especie  de  cura  de  Departamento,  ó  en  Vica- 
rio Apostólico. 


40  LA  MUJER 

D.  Ramón—  Cásese  Vd. 

Convidado  £.° — Sí,  cuando  me  llegue  la  hora. ¿Jí+X ¿e* 

J).  Ramon—Vero,  Carlos,  ¿uo  empieza  ya  4a-ooromo  -• 

Carlos — Papá,  Enrique  no  ha  venido  todavía.  (Un  cura 
f"y  un  escribano  y  varias  personas  cruzan  por  el  fondo. 
\  Luego  aparece  Enrique  avanzando  en  dirección  á  los 
L  anteriores.) 
Enrique—  Señores:  buena  noche. 

Convidado  1.° — Mejor  téngala  Yd. ._ . 

Convidado  2.a — Mil  felicidades.  $ 
ffiT/tamQ^~"Ea!  señores,  al  salón. 
Ennqüe^-ÜD.  momento  y  *£oy  con  Vds. 
jj¡  i  Cc*~         j)t  Ramón — Enrique,  que  no  sea  mas  que  un  momento^ 
Enrique— (Solo.)  Esta  carta  que  acabo  de  recibir,  des- 
de  medio  dia  estaba  en   poder   del  sirviente.  ' 
¡  Buena  hora  para  entregarme  cartitas  !   (Mira 
el  sobre.)  Letra  de  Clara.  Abrámosla.  (La  abre.) 
Mi  letra!    ¿qué  significa  esto?   Ya  caigo  ^abajo 
de  mis  palabras  algunas  suyas— su  contestación 
después  de  dos  años.  (Leamos.)  «  Señora:  Acepto 
todas  vuestras  condiciones  con  tal  que  no  partáis 
para  Inglaterra.    Os  juro  una  constancia  que  solo 
podrá  concluir  con  la  muerte.    Concededme  lo 
,     que  os  pido,  á  menos  que  no  temáis  el  peso  de  un  ' 
enorme  remordimiento  sobre  vuestra  vida,  cuando 
vos  disponéis  de  la  mia.»  Ahora  ella  :  «  Caballe- 
ro :  Vuestra  vida,  vuestra  es— Sois  libre.  »  (En- 
rique quema  la  carta  en  la  bujia.)  Las  flores  secas, 
quemarlas.  (Irónicamente)  Vamos  ahora^á  gozar 
de  la  libertad  con  que  me  regala  Clara.  (Sale.) 
Varios  convidados  cruzan  de  un  lado  á  otro  por  el  fonda 
del  salón)  la  música  de  la  orquesta  ejecuta  á  media 
voz  una  tocata  sentimental  durante  dos  minutos.  Al 
terminar  la  orquesta  se  siente  algún  rumor  adentro  y 
empieza  la  orquesta  para  el  baile.  Aparecen  por  la 
izquierdalos  novios — don  Ramón  del  brazo  del  primer 
%  convidado^  Carlos  con  el  segundo,  mientras  laspa- 
.     rejas  del  fondo  van  desapareciendo  paulatinamente. 


1/ 


D.  Ramón — Vea  vd.  que  espectáculo  tan  4ee«ete¿eh? 
me  hace  rejuvenecer,  me  acuerdo  de  aquella  no- 
che. 

Convidado  2.° — Si  Ay,  mamá,  que  noche  aquella! 

T>.  Ramón — Sí,  sí  eso  es    ¡qué  noche  aquella! 

Convidado  l9. — Sabe  vd.  que  he  estraüado  la  ausencia 
de  Mrs.  Clara  Williams?  C 

Carlos — Calla,  necio.  / 

J).  Ramón — Sí,  es  verdad  :  yo  y  el  mismo  Enrique  fui-  ¿ 
mos  á  invitarla  y  quedó  en  venir,  pero  después 
recibí  un  billetito  suyo  en  el  que  me  participa  su 
pesar  de  no  poder  asistir  á  un  acto  que  la  colma- 
ría de  satisfacción. 

Carlos — Si;  ya  lo  creo. 

D.  Ramón — Flora,  tengo  ahora  que  cumplir  con  un 
encargo  especial  que  me  ha  hecho  un  amigo, 
muy  amigo,  y  que  tampoco  ha  podido  asistir.  Mi- 
lord  Williams  me  ha  éutregado  esto  para  tí;  es  un 
regalo  de  boda — bocato  di  cardinale.  Me  olvidé  en- 
tregártelo antes.  nece**^*^*^ 

Flora — Milord  Williams  no  procisaba  de  este  recuerdo 
para  que ¡yo. lejuviese  presente  en  estos  momen- 
tos que  *©p«íetoTmas  felices  de  mi  vida. 

D.  Ramón — Esto  se  llama  hablar  con  el  corazón. 
^Convidados  lú"y  £°. — Sí,  con  el  corazón . . . . ! 

i).  Ramón — Ahora,  señores,  á  bailar,  á  bailar — deje-       , 
mos  á  los  novios  solos.  Mira  Carlos:  Ve  y  saca  á  /a* 
aquella  señorita  de  Pajares  que   desde  que  entró 
la  veo  sentada. 

Carlos — Pues  déjela  Vd.  que  descanse,  que  -««-repose, 
Ocjuirplancnl^  Esto  si  que  está  bueno. 

D.  Ramón — Este  muchacho  no  se  quiere  convencer 
de  que  cuando  uno  da  baile  ó  comida  en  ca- 
sa, debe  de  antemaanoyresteyaarse  a  ser  esclavo  de 
todo  el  mundo  y  á  .¿mTOmfrrrc^para  que  los  de- 
mas  se  diviertan.  Pues  iré  yo  y  ya  veras  si  bailo. 
Que  toquen  un  chotis.  Vé,  di  á  la  orquesta  que  to- 
que, (se  van). 


42  LA  MUJER 

ESCENA 
ENRIQUE  Y  FLORA 

Enrique — Florn,  ya  estaraos  unidos  por  el  sacramento  y 
por  el  deber.  Tu  has  srtisfecho  la  voluntad  de  tu 
padre;  yo  la  de  mi  madre,  y  la  de  mi  padre  y  el 
tuyo;  te  lo  dije  antes  de  casarnos  y  no  podrás  decir 
en  ningún  tiempo  que  te  haya  engañado. 

Flora — Tampoco  yo,  Enrique,  te  oculté  la  verdad — en 
cuanto  á  engañarte  en  adelante,  si.  tu  crees  que 
esa  palabra  implica  algo  mas  que  mi  labio  no  se 
atreve  a  pronuuciar,  nada  temas,  te  he  jurado 
respeto — tu  nombre  y  el  mió  son  para  mi  desde 
hoy  uno  solo. 

Enrique— (ap.)  Pobrecilla!  (Alto.)  Bien  Flora,  en  me- 
dio de  nuestra  desgracia  no  seremos  jamás  tan 
desdichados  como  otros — Tú  y  yo  hemos  llenado 
el  cumplimiento  de  deberes  sagrados  con  nuestro 
enlace— nadie  nos  ha  violentado — hemos  ido  vo- 
luntariamente al  altar;  ninguna  conveniencia  sino 
la  consigna  de  obligaciones  ineludibles  nos  ha 
conducido  al  sacrificio.  Compara,  pue»,  nuestra 
suerte,  y  particularmente  la  tuya,  con  la  de 
esos  ángeles  coronados  de  flores,  que  sus  padres 
convertidos  en  verdugos,  inmolau  en  aras  de  su 
ambición  ante  los  altares  de  Himeneo.     .  - 

Flora— No,  Enrique  ;  mi  padre  no  me  ha  violentado — 
una  voz  superior  a  la  suya  me  ha  seducido,  me 
ha  impuesto. 

Enrique— ¿Cuál  es  esa  voz?  ¿La  de  Dios? 

Flora — Sí,  de  Dios;  porque  ella  solo  puede  imponer  á. 
los  corazones  que  tienen  fé.en  él  y  obedecen  sus 
mandatos. 

Enrique -(Ap.)  Esta  mujer  es  un  ángel.  Empiezo  á 
sentir  remordimientos  (alto)  Flora,  jamas  te  con- 
trariarás por  mi  ¿Verdad? 


ABANDONADA  43 

Flora — Es  á  tí  Enrique,  á  quien  tengo  que  pedirte  eso 
mismo. 

Enrique  -  (Ap.)  Cómo!  sabrá (a/¿o)¿Por  qué,  Flora?: 

Flora  —  Porque  las  condiciones  del  hombre,  su  natu- 
raleza, su  temperamento,  todo,  si  se  contraría' 
exije  mas  violencia  en  él  que  en  una  mujer,  que 
no  ha  conocido  otra  vida  que  la  pasada  en  el  seno 
de  su  familia.      ,    _^ 

Enrique — (Ap.)  Que  profundo,'  fondo  de  sensatez  des- 
cubro en  esta  mujer  desde  que  es  mi  esposa!  (al- 
to) Pero  . .  Quiere  decir  que  seremos  casados  para 
Dios,  para  la  sociedad,  para  todo  el  mundo. . . . 

Flora — (interrumpiéndole.)  Menos  para  nosotros. 

Enrique — Bien:  pensando  en  eso  he  dispuesto  la  mane- 
ra de  repartir  las  habitaciones  de  esta  casa  que 
vamos  á  ocupar. 

Flora — Ab!  si,  sí ;  yo  no  quiero  separarme  de  papá  y  de 
mi  buena  Juana,  la  compañera  de  mis  tiernos  años. 

Enrique — Mi  gusto  será  el  tuyo,  Flora. 

Flora — Gracias,  Enrique. 

Enrique  —  Bien,  vamos. 

(Al  salir  aparece  Da.  Juana.) 

Juana—  Cía  os  vais? 

Enrique  -  Sí,  es  hora  de  retirarnos.  (Ap .)  Esta  música 
en  vez  de  agradarme  me  marea — ese  baile  me 
aturde. 

Juana — (Va  á  dar  un  beso  en  la  frente  á  Flora,  se  detie- 
ne u  pregunta  á  D.  Enrique)  ¿Permitís,  señor  don 
Enrique? 

Enrique — Para  vos  que  adoráis  á  Flora,    todo,  buena 

Juana — (Mirando  al  cielo.)  Dios  mió,  si  este  beso  pue- 
de acaso  inspirar  sentimientos  y  votos  que  llegueu 
hasta  tí,  haced  mi  voluntad  como  yo  hago  la  vuestra 
y  derramad  sobre  esta  candida  frente  el  fruto  de 
vuestras  bendiciones.  (La  besa,  Flora  suspira.) 

Enrique  (Consternado.)  Adiós,  buena  vieja.  Tomad 
esos  20  pesos  é  invertid  los  en  vuestras  devocio- 
nes y  limosnas. 


44 


LA    MUJER 


4A' 


Juana — Dios  os  lo  pague  ;  mañana  va  la  mitad  á  la  al- 
cancía de  la  Capilla  de  Dolores. 

Enrique — Bueno,  adiós. 

Juana — No;  no  os  apresareis  tanto  fap.J  ¡Qué  juventud 
esta!  (alto).  31  e  permiteis  un  nuevo  favor,  señor 
don  Enrique? 

Enrique  —  ¿Cuál,  viejita? 

Juana — Que  acompañe  á  vuestra  señora  hasta  la  alco- 
ba; que  allí  la  despoje  de  sus  atavíos,  de  su  corona 
de  azares;  después.... 

Enrique — Concedido  y  vamos.     wO^  / 
(Salen.) 

ESCENA 


i"- 


DON  RAMOM,   CRIADOS 


amon — Pues  señor, 


l 


.  cut 


o. 


,  jurara  que  estoy  ¿algo^ 
La  verdad  es  que  se  ha  Iftfrípacfó  un  poco.  Eh! 
que  diablos,  la  situación  lo  exige.  (Pasa  un  sir- 
viente con  copas,  D.  Ramón  lo  llama  cariñosamente.) 
¿Qué  es  esto? 

Criado — Champagn. 

D.  Ramón  —No. 

Criado — Oporto. 

D.  Ramón — Tampoco. 

Criado — Jerez. 

D.  Ramón — Menos. 

Criado  —  Chartreuse. 

J).  Ramón  —  Venga,  venga  el  Chartreuse  (se  loma  una 
copa,  y  otra)  Aja Dime — ¿tú  eres  casado? 

Criado— Ño,  señor,  pero  «pionsp  contraer  matrimonio 
■dontco  do  poco,  tv  /¿r'e  /yAstr-^tí?  . 

D.  Ramon-Vues  mira  ya  me  interesas,  me  eres  muy 
simpático;  —toma  ahí  tienes  esa  pieza  para  que  le 
compres  á  tu  mujer  una  cofia  de  dormir. 

Cnado— gracias,  señor,  mil  gracias,  (ap.  yéndose) 
¡Qué  hombre  tan  generoso! 

J).  Ramón  —  (Deteniéndolo/.  Mira;  deja  allí  Ioh  banekja- 
-eea-  el  chartreuse  y  lleva  lo  demás,  (el  sirviente 


ABANDONADA  V        45 

vuelve  á  salir.)  Ah,  mira:  avísame  el  dia  delonlacc,     ^""' 
porque  quiero  hacerte  un  regalo. 

Criado — Tanto  honor,  señor,  (lobooa-foénmo.)  ¿Querrá 
usted  ser  mi  padrino? 

D.  Ramón — Hombre,  no  tanto  como  eso;"pero  para  lo 
demás  cuenta  conmigo.  )S§e  va  el  sirviente,  don 
Ramón  se  pasea  y  toma  varias  copas. )  Se  ha  colmado 
mi  felicidad;  no,  no  se  ha  colmado  del  todo  aun; 
cierto  es  que  se  ha  casado  Flora,  pero  ¿y  Carlos? 
como  hacer  que  se  case  este  muchacho? 
Aparece  un  criado  por  el  fondo  con  una  bandeja.) 

Criado— Señor  ¿quiere  usted  servirse  de  algo? 

D.  Ramón — No;  tengo  ya  aquí;  anda  y  ofrece  allá  en  el 
cuarto  del  V ecarte—  Ahora  no  hay  baile  de  tono  sin 
que  se  juegue;  como  si  no  bastara  con  las  casas 
que  hay  por  ahi  y  que  bien  haría  en  vigilar  la  po- 
licía. 

Criado — Una  copita  de  chartreuse? 

D.  Ramón — No;  si  tengo  aquí — Me  basta  hombre, 
me  basta..»  {El  criado  se  va  y  al  salir  dice:)  Y 
no  me  habla  de  casamiento . . .  / 

I).  Jiamon'XAp.)  Siyojudiera  casar  á  Carlos .  J.  .  Vea- 
mos: ¿le  gustará  la  hija  de  mi  amigo  Rivarola?  Sí— 
buen  partido:  joven,  tiene  fortuna;  pero  alega 
que  es  un  poco  coqueta.  Vea  vd.  ¿y  qué  mujer  no 
tiene  esa  enfermedad?  (pausa)  ¿Le  gustaría  la 
hermana  de  mi  tenedor  de  libros,  don  Pedro  de 
Herrera?  Guapa  muchacha;  -«%  raya  en  sus  29; 
pero  es  bizarra,  instruida  y  si  le  falta  fortuna,  le 
sobran  cualidades — Dirá  que  es  demasiado  sobria. 
Así  somos  los  hombres  (y  las  mujeres)  por  mucho 
J  escojer  solemos  quedarnos  con  la  peor.  Empezando 
yy  aponérmelos,  nada  encontramos  bueno.  (Aparecen 
jYX  dos  criados  con  bandejas.) 
'Criado  Io. — Señor,  unos  sandwicJies? 

J).  Ramón— Hombre,  sandwiches!  ¿tienen  mostasa? 

Criado  Io. — Sí,  señor. 

J).  Ramón — Pues  venga  uno. 


k 


yr&&  rV  4 


46  LA  MUJER 

« 

Criador  2*. — Señor,  una  copita,  de  aigor- 

D.  Ramón — No;  tengo  aquí. 

Criado  l.0--iSírv*8e'vd-.-d-e  otro  sanguichito . . . .? 

D.  Ramón — No;  rae  basta. 

Criado  2o. — Sandwiches  y  oporto. .  .es  muy  bueno.  Sír- 
vase yd.  (Señor  mío) 

Criado  2o' — Sírvase  vd . . . .  (cada  uno  le  ofrece  de  su  la~ 
do\  don  Ramón  se  impacienta.)    «ÍAA 

J).  Ramón — Canario!  que  no  tengo  ganas  <£e  mal%  he 
dicho. 

D.  Ramón — (Meditando.)  Si  yo  pudiera  casarlo . . . 

Los  dos  criados  1°  y  2.° — ¿A  quién?  a  mí?  á  raí? 

V.  Ramón  — (Los  mira  un  momento.)  ¿Qué  significa  es- 
to? ¿Soy  yo  acaso  Obispo? 

Criado  1.° — Señor,  Vd.  perdone. 

Criado  2.° — Le  hablaré  á  Vd.  con  franqueza.  Mi  primo 
Tomás,  ese  que  vino  antes  y  á  quien  Vd.  dio  una 
pi^za  de  oro  y  le  prometió  otras  mas  para  cuando 
se  case,  nos  ha  contado  todo  y  como  nosotros  tene- 
mos también  intención  de  hacerlo  pronto  ...en 
fin....YaVd   vé,  señor.    .. 

D.  Ramón — Bien,  está  bien. — ¿Cómo  te  llamas  tú  (al 
criado  1.°). 

Criado  1.°—  Yo,  señor,  me  llamo  Cornelio  Paciencia, 
si  Vd.  no  manda  otra  cosa. 

D.  Ramón — Buen  nombre,  ¿y  tú?  (al  criado  29) 

Criado  2.° — Me  llamo  Ángel  Carneron;  para  servir 
áVd.  -~ 

D.  Ramón — Escelente!  Haréis  carrera  casándoos.  Bue- 
no, marchaos.  Hablaremos  después.     -?nu 

(Ambos  criados  se  retiran  despidiéndose  de  D.  Ramón  y 
haciendo  grandes  reverencias.) 

D.  Ramón — (Solo.)  Ahí  tiene  Vd.  lo  que  son  ciertas 
gentes:  se  hace  un  favor  á  uno,  se  le  atiende  en 
alguna  pretensión,  y  en  vez  de  callar,  lo  divulga 
con  perjuicio  propio.  Es  claro,  basta  que  se  haga 
un  beneficio  y  lo  sepan  los  demás,  todos  preten- 
den lo  mismo  ;  y  si  es  fácil  servir  á  uno,  á  dos  r 


ABANDONADA  47 

no  es  posible  atender  á  cientos.  Exactamente  lo 
que  pasa  coa  los  ministros.  (Las  gentes  van  cruzando 
poco  á  poco  en  retirada  por  el  fondo.  La  música  entt  e- 
cortadamente  ejecuta  piezas  de  baile). — Parece  que 
los  concurrentes  se  retiran — (saca  el  reloj)  la  l  £• 


/>y 


ESCENA 
JUANA  Y  DON  RAMÓN 


I  Juana  — (sale  por  la  izquierda.)  Señor,  todo  está  ya  dis- 
puesto en  las  habitaciones  de  la  señorita.  a 

D.  Ramón— iTodot  mejor.  ¿Y  que  os  parece  doña  fefHta^t^^^-^ 
que  os   parece? — son   dos  pichones  el  uno  para  el 
otro  ¿eh? 

Juana — Puede  ser  señor,  puede  ser...  con  el  tiempo... 

D.  Ramón- -¿Que  dice  Vd.?  se  atreverá  por  ventura,  á 
poner  en   tela  de  juicio  mi  buena  elecciou? 

Juana — Señor,  jamás  me  atreví  á  tanto. 

D.  Ramón  -  Señora  Juana:  Vd.  tiene  misterio  en  lo  que 
dice. 

Juana — Señor  don  Ramón,  yo  no  hago  misterio  de  na- 
da. Vd.  se  enfada  conmigo  y  yo  no  puedo  prose- 
guir— me  marcho  mañana   de   su  casa    y  santas*. 
Pascuas. 

D.  Ramón — No;  venga  Vd. ,  esplíquese — sabe  Vd.  que 
jamás  se  ha  dado  un  paso  en  esta  casa  sin  consul- 
tarlo con  Vd. 

Juana — Menos  cuando  trató  Vd/de  casar  i  su  hija, 
cosa  que  supe  el  dia  antes  de  tomarse  los  dichos. 

D.  Ramón — ¿Y  si  Vd,  lo  hubiera  sabido  antes? 

Juana  —  Entonces 

D.  Ramón— Entonces  ¿qué? 

Juana—  Entonces  le  hubiera  dicho  á  Vd.  que  no  debía 
casarlos. 

D.  Ramón— ¿Pues  qué  Enrique  no  ama  á  Flora. 

Juana — No,  señor. 

D.  Ramón — ¿Y  Flora  no  ama  á  Enrique? 


/ 


48  LA    MUJER 

Juana — Tampoco. 

D.  Ramón— Quiere  decir 

Juana — Que  ninguno  de  ellos  se  ama. 

D.  Ramón—  (Ap.)  Estas  viejas  lo  saben  todo;  y  cuando 

no,  lo  inventan.  Vamos  á  ver  ¿y  cómo  lo  sabe  Vd? 
Juana — Como  podria  haberlo  sabido  Yd.  si  no  fuera  tan 

precipitado  para  hacer  sus  cosas,  siempre    en  su 

empeño  de  casar  á  todo  el  mundo. 
D.  Ramón—  Esplíquese  Yd.  doña  Juana;  esplíquese  Yd. 
Juana — Me  esplicaré :  Flora  no  es  ya  su  su  hija  de  Yd. 
D.  Ramón— ¿Como  no  es  mi  hija?  ¿Y  de|  quién  es  hija 

entonces? 
Juana — Quiero  decir  que  su  hija  de  Yd.  es  desde  hoy 

de  su  marido. 
D.  Ramón— Conforme,  mujer,  conforme;  me   saca  Yd. 

un  nudo  de  la  garganta. 
Juana — Pues  bien  Flora  no  ama   a  Enrique;  ama.... 

ama . . . .  á  Milord  Williams. 
D.  Raigón  —  Dios  mió!  Doña  Juana  ¿qué  dice  Yd.? 
Juana-±X  Yd.  nunca  lo  conoció?  ¡Qué  mal  olfato  tiene 

Yd.!   ¡qué  mal  perdiguero   sería,   apesar  de  ser 

viejo  como  yo! 
D.  Ramón — No,  eso  de  viejo  no;    le  llevo  á>  Yd.  seis 

meses, 
Juana— Lo  mismo  dá;  a  nuestra  edad. ...  y  Enrique  á 

quien  amaba  era   . . 
D.  Ramón — ¿A  quién? 

Juana — A  doña  Clara,  la  mujer  de  Milord  Wil&ams. 
J).  Ramón — Ah,  eso  sí  puede  ser,  señora  Juana,  (ap.) 
¿ry  Algo  emjJezé  yo  á  desconfiar. 
Juana— No;  no  puede  ser,  sino  que  es. 
D.  Ramón — Pero    doña  Juana  Yd.  necesita   exponer 

pruebas.     ,  „        vs*^*— - 
Juana — Yo  no  precisaría  de  pruebas,  señor  don  Ramón, 

porque  la  denuncia  que  hago  no  es  una  acusación; 

á  ella  solo  la  mueve  un  deseo  de  que  Yd.   tenga 

mas  precaución  para  el  porvenir,  y  que   ya  que 

no  ha  sabido  evitar  el  conflicto  á  tiempo,  evite  al 

menos  peores  consecuencias. 


ABANDONADA  4$ 

J).  Ramón — Esta  mujer  se  ha  hecho  una  diplomática. . 
Las  pruebas. 

Juana — Bien,  ¿quiere  Vd.  pruebas?  lea  (le  da  una  carta). 

¿>.  Ram&a*  (Lee  y  cae  en  el  sillón.)  Esa  carta  me  la  en- 
tregó Milord,  ayer,  recomendándome  la  entregase 
á  Flora,  después  de  estar  unida  á  Enrique.  Yo  no 
he  querido  hacerlo,  porque  Flora  es  ya  esposa; 
medite'  y  resolví:  se  la  entrego  á  Vd.,  á  su  padre, 
en  quien  la  deposito  como  si  la  echase  al  fondo 
del  mar.  u/; 

D.  Ramón— Gracias,  doüa  Juana,  gracias. 

Juana — ¿Quiere  Vd .  mas? 

D.  Ramón  -  ¿Todavía? 

Juana — Si;  todavía: — vaya  Vd.  y  pregúntele  á  Enrique 
si  su  madre  ó  su  hermana  se  llama  Clara. 

D.  Ramón— Bar  qué  eso?  jf  e&o  /Inrr&^eL  % 

Juana— (bajo)  Porque  así   que  se   acostó  Flora,  tomó 
Enrique  pluma  y  papel  y  empezó  una  carta — Mi' 
siempre  adorada  Clara  :      ^fa,^^ 

D.  Ramón— Basta ,  basta,  doña  Juana! 

Juana — Bien  seüor;  basta;  y  buenas  noches. 

D.  Ramón — Buenas  noches!  (pausa)  Que  pronto  se  con- 
vierte la  mas  grande  dicha  en  infelicidad!  Dios 
mió,  perdóname,  yo  soy  el  culpable;  si! — peroper- 
dóname  aunque  no  sea  sino  en  mérito  de  mis  bue- 
nos deseos  de  padre! — Cae  el  telón. 


50  U  MUJER 

ACTO  CUARTO 

TJN   AÑO   DESFIJES 

Al  fondo  estensas  montañas  y  valle  al  pié  con  arboledas — Al 
frente  y  en  segundo  término  gran  verja  con  portón  en 
el  centro — A  la  izquierda  del  espectador  y  lo  mas  lejos 
posible  gran  Chalet  con  ventanas  y  puertas  sobre  la 
escena— A  la  derecha  modesta  habitación  con  enra- 
mada, una  mesa  campestre  y  sillas — Por  detras  de  la 
verja  se  descubre  el  pórtico  de  un  convento — Al  subir 
el  telón  se  oyen  cantar  los  pájaros  muy  entrecorta- 
damente. 


K*2 

U    L  / 


, 'ESCENA  1.a  -- 

ENRIQUE    SOLO 


Enrique— (Entrando)  ¡Que  prodigioso  motor  es  el  abur- 
rimiento! He  andado  y  reandado  por  esos  valles  y 
quebradas  como  ave  sin  rumbo,  llevada  por  el  vien- 
to— Me  duelen  los  pies  y  las  piernas.  Desde  que 
llegué  ayer  con  mi  suegro  y  mi  mujer  (con  tristeza) 
¡mi  mujer . . .  !y  demás  familia  á  ocupar  este  chalet, 
no  he  parado  sino  para  dormir,  hecho  una  ardilla, 
animalito  parecido  á  muchas  personas  que  se  jac- 
tan de  ser  muy  activas  y  no  hacen  sino  dar  vueltas 
y  mas  vueltas;  y  por  último- . .  .nada,  (pausa)  ¡Y 
cómo  abundan  las  perdices  y  las  torcazas  y  los  co- 
joejos_en  estos  campos! — traigo  el  morral  lleno. 
Bien  se~^biiocTe-^tte-}0g-pbblaclores  de  estas  relices 
comarcas  no  precisan  alimentarse  con  perjuicio  de 
estos  bípedos  y  cuadrúpedos  que  cruzan  hasta  por 
encima  de  la  cabeza  de  uno.  Somos  nosotros  los 
mensajeros  de  la  civilización  de  las  capitales  quie- 
nes destruimosfesos  inofensivos  animales,  y  no  pa- 
ra llenar  nuestro  apetito,  nnestras  necesidades; 
sino  con  el  propósito  de  satisfacer  las  mas  de  las 


ABANDONADA  51 

vecesla  quimérica  y  vana  presunción  de  tirar  bien, 
y  volver  de  las  partidas  de  caza  con  mayor  canti- 
dad de  piezas,  generalmente  para  regalarlas.  Si 
fuese  al  menos  para  servir  de  alimento  á  los  po- 
bres   !  (pausa;  pone  el  morral  sobre  la  mesa;  re~\ 

me&tala  esr.npp.ta  contra   Ichnarpfh  ¡  *<tt  MfntafiC.nnfip* 

so  que  e stoy >fffif!ffii€K>  cb n  la  aparición  inesperada 
de  ayer  tarde,  (pausa)  ¿Quién  será  la  hermosa 
sultana  que  allí  moraren  aquella  ventanjjg  (indi- 
cando Mcia  la  izquierda.)  Por  cierto  que  la-  onaa  eñjt  oz4ck^ 
parece  mas  bien  un  monasterio  que  otra  cosa  :  las 
ventanas  cerradas ¡  la  puerta,  idem.  (pausa)  Y  sin 
embargo,  ¡sabe  Dios  si  en  esa  mansión  al  pare- 
cer tan  triste  por  fuera,  no  se  alberga  la  felicidad!! 
(pausa)  Allí  (señalando  d  la  de  la  derecha)  en  aquella, 
cualquiera  diria  que  deben  ser  muy  felices  los  que 
la  habitan ....  ¡ay!  dígalo  yo  . .  .  .hace  un  año. . . . 
¡qué  año! . . .  ¡qué  casamiento!  qué  luna  de  miel. . 
La?»  se  ha  convertido  en  A.  (pausa)  Ay,  Clara^ 
bien  vengada  estas. —  Puedes  estar  satisfecha. 
(pausa)  Pero  ¿quién  será  esa  muger  que  he  visto 
así,  de  refilón,  a  la  luz  del  último  crepúsculo,  tras 
los  cristales. . ■ . .  Ün  rostro  virginal,  encantador. 
¡Cuántos  recuerdos  se  agolparon  á  mi  mente!— 
¡Cuántas  imágenes  cruzaron  por  ante  mi  vista! — 
¡Cuántos  latidos  asaltaron  á  mi  corazón!  Ah!  cuan 
difícil  es  borrar  el  recuerdo  del  primer  amor  por 
mas  esfuerzos  que  se  hagan  por  conseguirlo!—  Y 
aun  olvidándolo,  cuan  fácilmente  reacciona  el  co- 
razón, y  con  cuánta  dificultad  se  vence  al  fin! 
Ah!  si  aquella  visión,  ó  aquella  realidad  que  vi; 
sí,  allí,  (con  frenesí)  parece  que  aun  la  veo;  si 
apareciese  de  nuevo. ...  mi  aburrimiento,  el  has- 
tío que  de  mí  se  ha  apoderado  después  de  mis  24 
horas,  solamente,  de  permanencia  en  este  sitio, 
se  convertiría  en  contento,  en  íntima  satisfacción. 
(Saca  un  retrato,  lo  mira,  lo  besa)  Clara,  Clara; 
perdóname,  (pausa^. Ola,  alguien  llega— Ah,  es  el 
mayordomo  del  Prado.  />     * 


52  LA  MUJER 

ESCENA  2.a    ' 

ENRIQUE  Y  EL  MAYORDOMO 

Mayordomo — -Señor  mió,  buenas  tardes. 

Enrique — Muy  buenas  las  tenga  vd.,  señor  Mayordomo. 

Mayordomo — ¿Y  que  tal  dé  caza? 

Enrique — Eche  Vd.  una  ojeada  al  morral. 

Mayordomo — Ya  veo;  debéis  ser  excelente  tirador. 

Enriq'ue^EéTL  tiempos  mas  felices  tiraba  mejor. 

Mayordomo — Es  claro,  mientras  uno  mas  joven  es,  me- 
jor tira,  por  que  entonces  la  puntería  es  mas  fija; 
pero  así  que  se  va  envejeciendo,  como  yo  por 
ejemplo,  falta  el  pulso  y ...... . 

Enrique — Pues,  mire  Vd.  buen  hombre,  yo  conozco  mu- 
chos viejos  que  tiran  con  tanto  acierto  como  el 
mas  joven. 

Mayordomo — Sí;  cuestión  de  temperatura. 

Enrique — De  temperamento  querrá  Vd.  decir! 

Mayordomo — Lo  mismo  dá. 

Enrique—  Pero  dígame  Vd.,  señor  Mayordomo,  ¿sabe 
Vd.  quien   es  esa  dama  que  vive  en  ese  Chalet,  f 
(ágjucpmo  quien  dice,  encima  de  nosotros? 

Mayordomo — Ah,  es  una  gran  señora — Hace  un  año 
justamente  que  vive  ahí  en  esa  misma  casa.  Está 
muy  recomendada — debe  ser  persona  de  gran 
posición. 

Enrique — ¿Y  sabe  Vd.  cómo  se  llama? 

Mayordomo  —A  punto  cierto,  no. 

Enrique — Parece  bonita  ¿eh? 

Mayordomo — A  juzgar  por  las  pocas  veces  que  la  he 
visto,  así  de  pasada,  digo  que  más  que  bonita  es 
hermosa.  Mire  Vd.:  vive  completamente  encerra- 
da. Su  casa  mas  bien  que  residencia  de  campo 
parece  un  retiro.  De  cuando  en  cuando,  así  des- 
pués de  medio  dia,  sale  á  ese  pequeño  vestíbulo; 
da  su  paseo  por  aquí  no  mas;  contempla  ese  enor- 
me precipicio  que  se  vé  aplomo  desde  ese  pretil  y 


ABANDONADA 


53 


se  retira  silenciosa,  cubierto  su  rostro  de  espeso 
velo,  acompañada  siempre  por  su  sirvienta — Le 
gusta  también  otras  veces  de  tarde,  salir  á  escu- 
char desde  allí  los  cánticos  de  ese  monasterio 
vecino— 

Enrique  (dirigiéndose  al  sitio) — ¿Es  este  el  precipicio 
que  llaman  de  la  muerte? 

Mayordomo— -Justamente.  Cuentan  que  tomó  su  nom- 
bre por  lo  profundo  que  es — serca  de  250  pies — 
y  por  haber  acontecido  que  varias  personas  deses- 
peradas de  su  suerte  se  han  arrojado  desde  ahí 
en  busca  de  remedio  á  sus  males 

Enrique — Vaya  un  buen  remedio!  Quiere  decir  que  es 
un  salto  de  Leucade. 

Mayordomo — No  conozco  á  ese  señor  Locadio  —hasta 
ahora  no  sé  que  haya  otro  dueño  de  esta  posesión 
sino .... 

Enrique—  Sí,  lo  conozco;  es  un  pariente  mió.  (Ap.)  La 
ignorancia  te  valga. 

Mayordomo — Pero,  señor,  que  haya  necios  que  se  ma- 
ten ....  1 

'  Enrique  —  Y  por  amores!  Ajajajá. 

Mayordomo — Mire  Yd.,  señor:  yo  amé  cuando  joven 
muchas  veces,  y  alguna  que  otra  fui  desairado — 
las  mujeres  en  todo  tiempo  fueron  y  son  las  mis- 
mas. En  una  ocasión  cruzó  por  mi  chola  la  estra- 
vagante  idea  de  suicidarme.  ¿Qué  hice?  Cogí 
una  pistola,  me  senté  frente  á  un  espejo,  tomé 
una  posición  académica,  y  le  aseguro  que  me  pa- 
reció tan  feo  el  cuadro,  que  desistí:  me  asusté  de 
de  mi  propia  figura — Pensé  luego,  y  me  dije.  Si 
Marcelina  me  ama  [así  se  llamaba  mi  pretendida]  ¿á 
qué  presentarle  un  cuadro  tan  triste, á  qué  darle  un 
mal  rato?  y  si  no  me  ama,  ¿para  qué  cometer  tai- 
bestialidad  por  una  mujer  ingrata? 

Enrique—  Habla  Yd.  como  un  filósofo.  Bien  dicho:  El 
suicidio  es  el  mas  grande  crimen  que  puede  come- 
ter un  hombre  á  los  ojos  de  Dios  y  la  mas  cobarde^ 


I 


54  LA    MUJER 

de  las  cobardías  inferidas  ante  la  sociedad.  (En- 
rique se  aproxima  al  borde  del  precipicio  y  de  allí 
observa.)  Profundo  abismo,  casi  perpendicular; 
lindo  arroyuelo  el  que  cruza  por  debajo.  Agrada- 
ble conjunto. — ¿Dice  Vd.  que  tiene  de  profundi- 
dad 250  pies? 

Mayordomo — Sí,  señor;  así  he  oido  decir  a  varias  per- 
sonas que  han  estado  á  visitar  estos  parajes.  Cuan- 
tos ahí  se  han  arrojado,  según  cuentau,  hace  mu- 
chos años,  ni  en  pedazos  ha  sido  posible  encon- 
trarlos. Y  luego  cuando  se  lanza  alguna  piedra  ú 
otra  cosa  al  fondo,  hace  un  ruido  - .  mire  Vd-  (Coje 
una  piedra  y  la  hecha, en  seguida  se  oye  un  ruido  vago 
como  el  del  viento.)  ¿Eh?  -  ¿Será  esa  la  voz  de  la 
muerte? 

Enrique — ¡Qué  supersticioso  es  Vd!  Eso  se  esplica  fá- 
cilmente. Ese  ruido  que  se  oye  es  causado  por  la 
repercucion  del  sonido  que  produce  el  choque  con- 
tra las  rocas  ó  árboles  y  la  dilatación  de  la  atmós- 
fera que  por  estar  mucho  mas  baja  de  la  que  respi- 
ramos aquí  arriba, es  consiguientemente  mas  pesa- 
da, especialmente  en  las  horas  estremas  del  día, 
cuando  el  sol  ejerce  menos  iufluencia  sobre  los 
vapores  condensados. 

Mayordomo  —Pues,  señor  mió,  si  Vd.  quisiese  conven- 
cer de  eso  á  algunos  vecinos  del  distrito,  lo  que- 
maban por  brujo. 

Enrique — Y  yo  los  zurrearía  á  ellos  por ignoran- 
tes. Mayordomo  ¿quién  vive  por  estos  alrede- 
dores?                           , 

Mayordomo — Por  ahora  poca  gente — En  aquel  pequeño 
pabellón,  allá  lejos,  que  Vd.  vé,  viven  unas  cuan- 
tas bailarinas. 

Enrique— Voy  supuesto,  francesas  ó  italianas. 

Mayordomo — Hay  de  todo.  Y  por  cierto  que  el  dia  ente- 
ro se  lo  pasau  levantando  la  pierna. 

Enrique  -  ¿Qué  son  cojas  esas  benditas  mujeres? 

Mayordomo— No,  señor;  quiero  decir  que  bailan.  Usted 


ABANDONADA  55 

sabe  que  cuando  se  habla  de  baile  se  hace  así 
(levanta  una  pierna  y  después  la  otra.) 
Enrique— Vacs  diga  Vd.  entonces  que  levantan  las  dos 
piernas  (ap.)  Exelente  noticia  para  mi  cuñadito 
j  Carlos — Seguro  estoy  que  el  muy  seductor  ha  de  / 
andar  rondando  a  la  fecha  el  Parnaso  ése  de  las 
alegres  Terpsícores  (suena  la  campanilla  y  sale  el 
Mayordomo.) 


ESCENA^.» 

ENRIQUE    Y    CARLOS 


Carlos — ¿Qué  tal,  como  te  fué  de  caza? 

Enrique — Bien, 

Carlos— Lo  veo.  ¿Te  gusta  el  campo? 

Enrique  -Sí. 

Carlos  -  ¿Y  á  Flora? 

Enrique— También  ¿y  á  papá? 

Carlos — No  mucho.  ¿Sabes,  Enrique,  que  he  notado  en 
él  cierta  tristeza  desde  muy  poco  después  de  tu 
enlace  con  mi  hermana?  Me  pone  en  cuidado  su 
salud. 

Enrique — Carlos :  esa  [tristeza  debe  haberse  hecho  co- 
municativa á  todos  nosotros,  desde  que  me  casé 
hace  un  año.  Ay! 

Carlos—  Está  visto  que  la  fortuna  no  es  por  sí  sola  la 
que  constituye  la  felicidad. 

Enrique — ¿Y  quién  puede  meterse  á  cambiar  el  orden 
de  las  cosas  humana*?  Mírame  y  aprende  de  mí: — 
nada  me  conmueve  ni  agita.   (Ap.)  Por  fuera. 

Carlos  —Todo  está  bien,  Enrique;  pero  yo  tengo  nece- 
sidad de  saber  que  es  lo  que  tiene  nuestro  padre, 
que  tan  notable  cambio  ha  sufrido  en  tan  poco 
tiempo.  (Ap.)  ¡Qué  misterio  hay  aquí!  ( altó)  Ett- 
rique :  Flora  no  es  tampoco  feliz  contigo .... 

Enrique — ¿Te  lo  ha  dicho  ella? 

Ca'ríos— No. 


56  LA   MUJER 

Enrique — ¿Y  cómo  la  sabes? 

Carlos — Lo  he  adivinado. 

Enrique— if  crees  tú  que  yo  soy  feliz  coa  ella? 

Carlos — No  rae  lo  has  dicho. 

Enrique  —  ¿Para  qué  he  de  decírtelo,  si  tú  todo  lo  adi- 
vinas? Cambiemos  la  hoja,  señor  Cagliostro. 

Carlos —Te  fastidia . . . .  ?  % 

Enrique— -No;  me  hace  sentir.  ( Suena  un  postigo  de  las 
ventanas  de  la  casa  situada  á  la  izquierda — Enrique 
lanza  un  ¡ay!  de  sorpresa.) 

Carlos — ¿Qué  te  pasa? 

Enrique — Nada — Mira;  vé  á  ver  á  nuestro  padre. 

Carlos — ¿Le  hablaré  con  toda  franqueza? 

Enrique— Habíale  loque  sientas. 

Carlos — Un  buen  hijo  no  debe  jamas  engañar  á  su 
padre. 

Enripue — Vé,  pues,  y  si  encuentras  al  mayordomo  dí- 
le  que  venga.  (Se  va  Carlos).   ~^\^  ja       G* 

ESCENA  4.a 

ENRI QUE    SOLO 

Enrique—Ya.  mi  situación  y  la  de  Flora  á  nadie  se 
oculta.  Parece  que  todo  el  mundo  lepse  en  nues- 
tro semblante  lo  que  pasa  en  efr^^nffio'  corazón. 
Ah!  Dios  mió!  Dios  mió!  (pausa)  Madre  mia:  que 
sacrificio  me  impusiste!  (pausa)  (con  trasporte) 
Busquemos  de  algún  otro  modo  la  felicidad. 

ESCENA  5.a 

EL  MAYORDOMO  Y  ENRIQUE 

Mayordomo — Señor,  á  vuestras  órdenes. 
Enrique — Me  dijo  Vd.  que  esa  señora  misteriosa  sale 
de  tarde  a  pasearse  bajo  esta  enramada?  m  tf1*-^) 
Mayordomo — Si,  señor.  ^V^U^/i 

Enrique — Bien;  ¿quiere  Vd.  hacerme  un  servicio?  Q^ 


ABANDONADA  57, 

Mayordomo — Señor,  con  tal  que  no  me  comprometa . . . 

Enrique — Tome  Yd.  (le  da  un  saquillo.J 

Mayordomo — (Ap . )  lía-  no-hay  compromiso . 

Enrique — Coja  este  morral  como  está,  lleno  de  per- 
dices, y  preséntelo  Vd.  á  esa  dama  en  nombre  de 
un  viajero;  nada  mas. 

Mayordomo — ¿Y  si  me  pregunta  su  nombre  de  Vd? 

Enrique — Le  he  dicho  antes  que   no  lo  diga — De  parte 

«     de  un  huésped  ^»e-  recien  llegaifeAgregue  que 

tendré  mucho  placer  en  visitarla.    ¿Esti  Vd? 

Mayordomo — Estoy.  . 

Enrique — Entre  tanto,  voy  a  dar  una  vuelta  y  ffengcp,  U^e^»  c^ 
(Sale.) 

ESCENA  6.a 

EL  MAYORDOMO  SOLO 

Mayordomo — La  dama  no  tardará  mucho  en  salir.  Pero, 
que  audacia  de  hombre!  Así  no  nías  sin  conocer- 
la  Estos  paquetes  de  la  capital  son  terri- 
bles. .. .  ¡Que  uñas!  Ay!  pobrecilla  de  la  que  cae 
en  tales  garras!  (pausa).  Y  mucho  que  le  gustan  las 
perdices  a  la  señora . . .  uff!  . .  como  que  todas  las 
noches  me  encarga. ...  Eh!  ya  que  no  sea  por  el 
cazador  que  se  las  envia,  al  menos  las  tomará  por 
el  mérito  que  hace  de  ellas.  Pues .....  y  ade- 
mas me  dará  otro  tanto;  y  vengan  las  propinas,  {al 
ir  el  Mayordomo ,  sale  Clara  de  su  casa). 

ESCENA  7.a 

EL  MAYORDOMO   Y  CLARA 

Mayordomo— Señora,  un  caballero  recien  llegado  me  ha 
hecho  el  encargo  de  poner  en  sus  manos  este 
morral  lleno  de  perdices. 

Clara — ¡Un  caballero!  ¿Su  nombre? 

Mayordomo — Lo  iguoro;  me  parece  estranjero? 


88  LA  MUJER 

Clara — (Tomando  el  morral  y  poniéndolo  sobre  la  mesa) 
(ap.)  Será  posible . . . . !  será  él! ....  sí,  es  la  fe- 
cha . . .  .(saea  unareaviorüfyUec)  13  de  Setiembre 
(alto)  ¿Dice  vd.  que  es  un  estranjero? 

Mayordomo — Tal  parece,  al  meuos. 

Clara — Ah!  si  fuese  Edmundo . . .  Diosmío,  Diojsjmio: 
gracias  os  serian  dadas!  (pausa /HaBrTTsídb  buen" 


/ ingies"f~puutuarcomo  todos   ellos,  (alio)  Pero^ 


diga  Vd.j  seüor  Bernardo^- ¿dónde  está  ese  s*» 
.mor?   Cxs(**Jt-€^o  J 

Mayordomo — Señora,  quedó  en  volver. 

Clara—  ¿Aquí? 

Mayordomo— Aquí  mismo;  á  su  casa  de  usted. 

Clara — (Ap.)  Sí,  entonces  no  puede  ser  sino  Edmundo; 
mi  esposo  que  viene  á  reconciliarse;  á  cumplir  su 
promesa. — Sabrá  que  he  cumplido  mis  juramentos, 
que  he  perseverado  en  la  enmienda.  ¡Qué  dicha! 

{qué  alegría  para  todos!  Pobre  Juan! Y  ya  el 

reloj  aquol  dejará  de  marcar  siempre  aquella  ho- 
ra fatal  de  las  10. 

Mayordomo — (ap.)  Pero  señor  ¿qué  ha  pasado  por  esta 
mujer?  ¿qué  milagro  han  podido  hacer  en  ella  las 
tales  perdices?  (pausa)  Hum!  (se  queda  pensativo,) 

Clara — Todavía  no  me  puedo  convencer;  tan  inmensa 
me  parece  la  dicha  que  lo  creo  imposible  (alto) 
Diga  Vd.,  señor  Bernardo  ¿ha  visto  Td.  el  pasa- 
porte, su  nombre,  su  edad,  su  estado? 

Mayordomo — El  nombre  es  así  medio  arrebesado, 
medio  inglés. 

Clara — Sí;  Williams  ¿no  es  verdad? 

Mayordomo — No;  sí ... .  no ....  sí,  si  por  ahí. 

Clara — ¡Oh,  cuánta  felicidad! 

Mayordomo — Es  alto,  buen  mozo,  como  de  40  años. 
Pero  ¿qué  diablos?— Fíjese  Vd.;  ahí  en  la  chapa 
de  la  cerradura  del  morral  están  las  iniciales. 

Clara — (Con  frenesí  corre  d  ver.)  Sí,  sí,  si;  es  él!  aquí 
están  las  iniciales — E.  W. — Edmundo  Williams! 
Señor,  Señor :  la  gloria  es  el  premio  del  arrepen- 


ABANDONABA  59 

tiniiento  y  de  la  emienda.  (Alto)  Mire  Vd.,  señor 
Bernardo;  voy  a  arreglarme;  y  si  viene  entretan- 
to, dígale  Vd.  que  entre  ó  que  se  aguarde. . .  .ó 
,  que . . .  .flpie^hagcTlo  que  qOíéra'),  que  le  aguardaba  &*/&  ^^^^ 
encia&on  vehemencTaT^aZe  llamando.)  Magdalena,  Mag- 
dalena! mis  vestidos  mejores,  mis ....  (al  pisar  el 
marco  de  la  puerta  esclama.)  ¡Dios  eterno,  ya  han 
concluido  para  mi  los  pesares! 

ESCENA  8.a 

MAYORDOMO,    SOLO 

Mayordomo— Y  qué  les  parece  á  Vds.  la  mosquita 
muerta  esta— ¿eh?— La  recatadita,  la  monja?  Si  la 
mas  santa  de  las  mujeres  es  el  diablo  con  polleras. 
(Pausa.)  Y  vaya  un  modo  de  conquistar  corazones 
el  del  señor ...  de  la  escopeta .  Aquí  hay  gato .  * . 
y  gata,  ¿, .  .y  vá  á  haber  gatera. 

ESCENA  9a 

ENRIQUE  Y    MAYORDOMO 

Enrique — ¿Qaé  tal? 

Mayordomo — Perfectamente,  señor,  perfectamente. 

Enrique — Recibió  las  perdices? 

Mayordomo — Con  delirio  le  gustaron.  Las  miró,  las 
contempló . . .  .Observó  el  morral  y  lo  ha  recono- 
cido á  vd.  por  las  iniciales.  Me  pidió  sus  señas,  se 
las  di. ... 

Enrique — ¿Y . . . .  ? 

Mayordomo— -Y  se  afirmó  cada  vez  en  que  era  vd. 

Enrique — Pero  ¿quién  soy  yo? 

Mayordomo — La  colmó  de  alegría — me  dijo — que  ven- 
ga,  que  aguarde  aquí,  que  entregue  naga  lo~qügj 
ljuiera¡>  . . .  .que  le  espero! — Loca  de  júbilo  y  de 
deseos. 

Enrique — Ya  caigo,  el  corazón  me  lo  dice,  esa  mujer 


n 


60  LA     MUJER 

es,  es. . .  .Clara!  Clara,  Clara  mía . . . . !  (va  á  diri- 
jirse  á  la  puerta  de  la  casa,  pero  el  Mayordomo  lo  de- 
tiene.) / 

Mayordomo— JNo^aguarde  vd. — rae  dijo  que  iba  á  arre- 
glarse(ffiT rop^—quiere  probablemente  componer- 
se. Vd.  ya  conoce  lo  que  son  las  mugeres  dé  pre- 
sumidas cuando  quieren  parecer  bien  á  un  hom- 
bre. 

Enrique — Calle,  necio;  vayase  Vd.  (Áp.)  Mejores  en- 
trar— aquellas  ventanas  de  la  casa  donde  está  mi 
familia  podrían. ...  Sí,  voy.  (el  Mayordomo  sale.) 

ESCENA  FINAL 

(  LOS  PERSONAJES  IRÁN  APARECIENDO  POR  EL  ORDEN 
QUE  SIGAN  LOS  DIÁLOGOS  j 


(En  el  momento  de  dirigirse  Enrique  á  la  puerta  de  la 
casa  de  Clara,  aparece  ella  en  lapuerta,) 

Enrique— Cidral  adorada  de  mi  corazón! 

Clara  (atónita) — ¡Dios  mió! ¡Qué  significa  esto!  De 

que  intriga  tan  horrible  hé  sido  víctima!  (Enri- 
que va  á  avanzar)  Deteneos,  imprudente. 

Enrique— ^Bra^  soy  yo^¿ñ~ó~~me  conoces^  (Mdord  Wi- 
sj¿  lUamsap~arec^~~emSozado  por  detrás  de  la  verja  y  va 

adelantando  lentamente  hasta  llegar  al  portón,  cuando 
Enrique  dice  á  Clara:  Clara,  acudo  á  tu  cita;  tu 
misma  me  has  llamado — aquí  estoy,  mírame  á  tas 
pies.  &Ct* 

Milord  (ap.) — Perjura,  pérfida! ......  mil  veces  pérfi- 
da!...  .¡Venganza! 

Clara — Levantaos  insensato!  idosú  os  haré  arrojar  vio- 
lentamente. 

Milord  (ap.) — La  infiel  me  ha  visto. . . .  ¡  y  aun  quiere 
justificarse!  (Clara  avanza  y  se  pone  á  la  altura 
del  pretil  que  se  supone  dar  al  precipicio)  Jamás! 

Enrique — Clara,  sin  tí  me  es  imposible  la  existencia! 
(va  hacia  ella) 


ABANDONADA  61 

C/Bft#*¿¿Si  adelantáis  un  paso¿  me  arrojo  á  ese  preci- 
picio. 


Enrique— No^tu  amor  ©  la  muerte,  (corre  á  ella)  y 

Enrique  desaparecen  por  entre los  bastidores  de ía^ 


C/ara^jCfael  fatalidad!    Seguidme^  ^puesl  (Clara  y  O" 


izquierda}  (Se  siente  el  mismo  ruido,  como  el  del 
viento.) 

Enrique— (Desde  adentro.)  Horror!  horror!  (Sale}. 

(Milord  permanece  impasible— Enrique  vuelve  á  la  escena 
demudado.) 

Enrique — (Dirigiéndose  á  Milord')  Señor,,  Mrs.  Clara  Wi- 
lliams acaba1  de  arrojarse  al  fondo  de  ese— precipi- 
cio haciéndose  pedazos, 

Mil&rd— Ha;  hecho  bien  ;  es  preferible  la  muerte  á  la 
ignominia  y  á  ía  deshonra. 

Enrique — Miserable!  (Toma  la  escopeta.)  ¿Quién  sois 
yos  que  con  esa  indiferencia  glacial  contempla  así 
tamaña  calamidad?  (Milord  Williams  se  baja  el 
embozo  y  deja  caer  la  capa.) 

Enrique— Ah!  Milord.  Williams;  su  marido!  (le  apun- 
ta.) 

Milord — Apuntad  bien  y  no  erréis. 

Enrique — Dios  mió .   . . !  y  he  de  agregar  á  mi  delito 

'        de  seductor  el  de  asesinó!^  (Sale  corriendo  por  el 

XA    frente,  aparecen  por  la  dereha  don  Ramón  y  Flu- 
ir    ra  vestidos  de  oscuro). 

Milord — Sr.  D.  Ramón...  (le  da  la  mano)  Señora 

Flora (le  da  la  otra  mano).  La  que  fué  Mrs. 

Clara  Williams  acaba  de  arrojarse  á  la  muerte. 
(El  teatrcempieza  á  oscurecer.)  f^J^—- 

D.  Ramón— -^aJolsabemos)  Desgraciada! 

Flora — ¡infeliz!  (se  siente  una  detonación.)  Ah!  qué 
,  cruel  presentimiento!  (Pausa.) 

/;  Mayordomo — Señores,  el  caballero  don  Enrique  Wilsou 
acaba  de  suicidarse  ren  el  primer  tramo  de  la 
\escaiefá~ojéTjarürin.  (Las  campanas  tocan  la  ora- 
ción.) ji&é*^ 

Milord — Estaba  escrito!  (Saca  el  retoj.)  Las  seis  en 
punto. 


l¡ 


62  LAMüGíR 

Flora — Cielo  santo,  apiádate  de  mí  (cae  de  rodillas  y 
saca  el  rosario  que  le  dio  Williams  en  el  primer 
acto  y  don  Ramón  que  cae  también  desfallecido  en 
un  banco  le  sostiene  la  cabeza  en  sus  rodillas.) 

Milord— Los  decretos  de  la  Providencia  son  incontes- 
tables. (Carlos  entra  y  avanza  muy  lentamente 
con  el  Mayordomo  hasta  colocarse  á  la  altura  del 
sitio  por  donde  se  arrojó  Clara.) 
(Empiezan  los  cánticos  en  el  Monasterio.) 

Mayordomo —  (Señalando)  De    aquí  fué   señor,   de 

Carlos — Cuitada!  \o  mamaba  también  (llora)  y  puse 
á  prueba  su  redimida  virtud!  Infeliz  de  la  mujer 
abandonada  I  (Cae  el  telón  pausadamente  y  todos 
permanecen  en  la  misma  actitud.) 


FIN 


*  \     > 


•»,       '.